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#1 MADRID, 1975: EL AÑO SIN RETORNO, por RM (II) publicado el 19/10/2017 a las 09:45
Pura CONTRADICCIÓN. He aquí uno de los elementos que durante aquellos años, en numerosas ocasiones se infiltró en el discurrir de los días, la paradoja de la inconsistencia y la contradicción permanente. Achacable, quizá no tanto a nuestros postulados ideológicos, ciertamente volátiles, cuanto a la confusión de los tiempos que corrían. Y no sólo en la decena larga de compañeros que celebraban con una huelga la muerte de Franco por la mañana e iban a rezar por su eterno descanso por la tarde.

Esta contradicción se manifestaba, con toda naturalidad, de una y mil maneras. Imaginad, terminar de rezar Completas y pasar a regodearte con la foto de Marisol como dicen en mi pueblo –corita- en la portada de Interviú. Discordancias de nuestra flamante juventud adobadas con la libertad, algunos la calificaban de libertinaje, que nos envolvía y abrumaba en todo momento.

También, en medio de nuestras contradicciones, o quizá pese a ellas, aquellos años conformaron una época donde, rebosantes de coraje y buenas intenciones, íbamos a CONQUISTAR EL MUNDO. Ni que decir tiene que nuestras metas eran claramente evangelizadoras, pero siendo la época que era, esas metas se fueron tiñendo, cada mes que pasaba, con objetivos sociales y de igualdad entre los más ricos y los más miserables. Creíamos a piés juntillas que la justicia social, más que nunca, estaba al caer.

Con un retraso de casi diez años, comenzaban a llegar a la Avda. de Burgos, km. 7,200 los ecos de la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Medellín (1968) que, una vez más, con la compleja situación socioeconómica que se vivía en España encontraban el terreno bien abonado.

O releíamos con fruición los versos de Ernesto Cardenal, tras haber calificado a los Maitines de oración ritualista: Yo he repartido papeletas clandestinas, gritando: ¡VIVA LA LIBERTAD! en plena calle desafiando a los guardias armados. Yo participé en la rebelión de abril: pero palidezco cuando paso por tu casa y tu sola mirada me hace temblar. ¿Cómo no iban a hacernos temblar, también a nosotros, estos mismos versos? ¡Era tan fácil identificarse con las luchas campesinas de Centroamérica o con “Te recuerdo Amanda” de Víctor Jara!

[TE RECUERDO AMANDA]

Aunque, a decir verdad, por la distancia y la ignorancia, aquello lo teníamos idealizado. En clase de marxismo no éramos pocos los que defendíamos las bondades del régimen castrista. Y, sin embargo, no necesitábamos viajar tan lejos para salvar a la clase obrera y convertir a los pérfidos capitalistas a la verdadera esencia del Evangelio.

Apenas a un par de kilómetros de distancia, antes de que apareciera el actual Sanchinarro, superpoblado, con su Corte Inglés, antes de que la M-40 arrasara los poblados chabolistas situados justo detrás del convento, allí estaba el lumpen de la emigración andaluza: gitanos, desheredados y otras gentes de mal vivir, en los chamizos de latón de Los Olivos.

Y hasta allí, tan heroicos como ingenuos, nos desplazábamos para emplazarles a ser fieles al Evangelio. Supongo que también para justificarnos de la adocenada comodidad que disfrutábamos nosotros dentro de los muros del convento. Salvábamos el mundo habitando en la contradicción pura.

Queríamos salvar a aquellos desharrapados de su pobreza, de sus pecados, de su miseria, todo en el mismo paquete. Eso sí, desde la comodidad de tener la mesa siempre puesta. Todo ello lo hacíamos con la mayor generosidad que pudiera imaginarse. Tan grande como nuestra inocencia.

Recuerdo haber participado, en un equipo liderado por el P. Epifanio Abad, ex misionero en Formosa, un pequeño grupo de estudiantes, a medias catequistas y trabajadores sociales. El objetivo era enseñarles a leer, gestionar su economía doméstica, aunque todos éramos de letras, y, para pasmarse, ni más ni menos que a ejercer el control de natalidad. Como la Santa Iglesia mandaba: vía el método Ogino Knaus.

Ni que decir tiene que todas aquellas adolescentes, en cuestiones de sexo, recuerdo especialmente a una preciosa que se llamaba Victoria, nos daban a nosotros cien vueltas, observaban ojipláticas los días fértiles del mes, dibujadas en la misma pizarra donde por la mañana nos habían explicado las categorías de Kant.

Pero la contradicción no acababa aquí. Eso era por las noches. Por las tardes, acudíamos a dar clase al Colegio Santa Helena en La Moraleja. Ya entonces, quizá más que ahora, era un colegio de ricos, ¡qué digo ricos! riquísimos. La alta burguesía madrileña, los vástagos de los grandes industriales del franquismo acudían a ese colegio que, además, era la continuación del Colegio de Los Rosales, donde han ido todos los miembros de la familia real.
El caso es que, pobretones como nosotros éramos, explicar el Evangelio en aquel ambiente de lujo desorbitado no era nada fácil. Nos escandalizábamos porque al llegar las Navidades nos planteaban problemas insolubles. ¿El nuevo modelo de televisor que regalarían al nene para Reyes cabría en el cuarto de baño?

Por mucho que retorciéramos los significados y las metáforas, perorar sobre el rico Epulón y el pobre Lázaro era un martirio catequético. Por no hablar de lo de “Y al que te hiriere en la mejilla, dale también la otra”.

[CABALLO NEGRO]

Entre las alumnas estaba Cristina Berazadi, hija de Ángel Berazadi, primer secuestro de ETA que se resolvió con el asesinato del secuestrado (8 abril 1976), que me espetó: “A mi padre lo han matado los etarras, por eso nos hemos tenido que venir toda la familia aquí”. Como dicen en Murcia se me cayeron los palos del sombrajo. ¿Qué podía responder yo con veinte años ante aquel clamor desgarrado de una adolescente? Salvo el recurso fácil de la clase se ha acabado y hasta la próxima semana. ¡Qué ingenuos éramos! Pensar convertir a los ricos y redimir a los pobres a través de la palabra evangélica.

Y la ingenuidad iba pareja a la OSADÍA. De nuevo apalancada en las energías de la juventud y en el ambiente caótico de aquellos años, donde todo valía, cualquier cosa, por estrambótica que fuera, se asumía como algo normal.

Incluso dentro de los recatados límites del convento, no olvidemos que estamos hablando de la década de los setenta, nos atrevíamos con todo. Éramos unos osados rezumando ingenuidad por los cuatro costados. Por lo general con buenas intenciones, aunque no niego que no nos sobrara, en ocasiones, cierto retorcimiento mental. Ciertamente éramos buena gente y lo que hacíamos lo hacíamos con un excelente propósito y magnánima finalidad.

En alguno de aquellos años osamos, el teatro -afortunadamente- era una parte importante de nuestra educación cultural, a montar una pieza, cuyo título no recuerdo, donde a falta de mujeres -aunque hubo otras donde si reclutamos féminas- una comedia de enredos y amoríos.

Nos repartimos los papeles y algunos coristas se disfrazaron de mujeres emperifolladas, otros nos caracterizamos de elegantes galanes. A mí me tocó bailar con la más fea, es broma, y que mi tocayo Ignacio, insigne misionero en Taiwán me perdone.

Un servidor que había representado al talibán y antisemita San Vicente Ferrer en “Nueve brindis por un rey” de Jaime Salom, ahora me tocaba ahora ser el protagonista en un final feliz, con beso y todo, disimulado de espaldas al público que se lo pasó en grande. En realidad, no todos se disfrazaron, alguno, interpretó su papel encantado. Como un postulante de Paracuellos, homosexual, que debió de pensar que todo el monte era orégano.

Tras las representaciones de la obra, hasta nosotros mismos nos apercibimos que nos habíamos pasado unos cuantos pueblos. Pero para aquellas alturas, el ambiente de tolerancia que comenzaba a respirarse en la calle ya había transpirado sobradamente dentro de los muros conventuales. Fuera, un mundo viejo se desmoronaba y dentro del convento éramos un fiel reflejo de la sociedad circundante. El espíritu de libertad era bien palpable. Todavía me cuesta entender como no nos pusieron a todo el reparto de patitas en la calle.

Aunque cosas más graves, en virtud de esa osadía, llegamos a hacer. Incluso más ultrajantes, de algunas de las cuales nos hemos arrepentido con posteridad. Lesivas y, pese a todo, insisto, sin malicia. Para nosotros se trataba de una diversión más de la dulce juventud.

Ciertamente había algunos líderes entre la cincuentena de estudiantes que manipulaban a los otros, algo habitual en un grupo de jóvenes post adolescentes, pero carentes de mala baba, todo podía resumirse en que vivíamos en un jolgorio permanente. Disfrutábamos de la vida y a veces no nos dábamos cuenta de que ofendíamos gravemente al prójimo.

[POETAS ANDALUCES]

Como la historia de las capas negras. En aquella época de asambleas, reuniones a destajo, votaciones a mano alzada, los dominicos seguían con su muy democrática tradición de votar con bolas blancas y negras, en secreto. Las circunstancias no las recuerdo. El caso es que se produjo una nueva disputa -con toda certeza no teológica, algún asuntillo de la vida conventual- entre padres y estudiantes.

Como se ve, para entonces, nosotros habíamos trasladado la lucha de clases que tan fieramente se libraba en los barrios de la periferia y la habíamos convertido en una lucha generacional intramuros. Cualesquiera que fuera la razón, los estudiantes quedamos descontentos del resultado de aquella votación. Así que cuando los buenos padres y profesores procesionaban por el claustro, camino de la iglesia, para la plegaria de Vísperas, a nosotros no se nos ocurrió otra hazaña, a modo de protesta bien visible, que colgar nuestros estandartes, las capas negras de nuestros hábitos, de cada una de las ventanas que daban al Jardín Japonés.

El bueno del P. Benigno Villarroel, prior en la época, se quedó pálido. Hubo algún debate posterior sobre castigos o perdones por aquella alevosía, el caso es que cada uno de nosotros continuó con su existencia como si no hubiera pasado nada. Con nuestros desprejuicios habituales. Por ejemplo, algo que ahora nos parecería intolerable en cualquier centro académico, poniendo una escalera para entrar por la ventana a robar el “quorum” del P. Bienvenido Turiel. Aunque esta gamberrada creo que venía de generaciones atrás. No nos la inventamos nosotros.

Eran tiempos revueltos, y de modo especial en el mundo político, lo que afectaba directamente al ámbito eclesial. Un repaso a la hemeroteca es como para echarse a temblar[1]Muchos de nosotros procedíamos del mundo rural de Castilla, Galicia y León, gente por lo general poco dada a extremismos y, por lo tanto, de natural conservador. Quizá nuestros compañeros asturianos, muchos de los cuales eran hijos de mineros, estuvieran políticamente más concienciados en la materia.

El caso es que para la inmensa mayoría de nosotros aquellos años significaron el primer contacto, algunas veces el definitivo, con el mundo de la POLÍTICA. Dentro teníamos una inagotable biblioteca, una formación con clases específicas, por lo demás excelentes, sobre marxismo (¡pensar que estaba de moda entonces!). No había cortapisas especiales al respecto. Por no hablar de los innumerables movimientos sociales, a nivel de parroquia, cineclubes, facultades, etc. con los que manteníamos contacto rutinario.

Por primera vez en nuestras vidas, nos sentíamos -horarios de rezos y clases aparte- realmente LIBRES para ir y venir según nuestros gustos, ideas o preferencias. Desde luego en el aspecto más estrictamente religioso, respetábamos la dogmática, los rituales litúrgicos y algunos otros aspectos que parecían intocables. Dejando algunos elementos tabú al margen, hacíamos de nuestra capa un sayo.

[LIBERTAD SIN IRA]

Por ejemplo, en moral todo era discutible. ¿Cómo si no entender que debatiéramos incansablemente conceptos como la moral relativa? ¿O que pusiéramos alguna proclama de Roma (29 diciembre de 1975) como la “Declaración acerca de ciertas cuestiones de ética sexual”, sobre la “ipsación”, (masturbación) a caer de un burro?

Obviamente, entre nosotros también se alienaban dos posturas claramente contrarias, la de los estudiantes conservadores, por lo general los más devotos y cumplidores de la estricta observancia, y las de otros que tenían una tendencia notable a buscar las soluciones religiosas en el siglo con los nuevos movimientos que pululaban en Madrid: neocatecumenales, carismáticos, Taizé, focolares y varios otros. La primera asamblea carismática se celebró en el Convento.

Así que tanto frailes como estudiantes, cada cual tiró por su lado. Aquello resultó curioso, teníamos una comunidad claramente estructurada en torno a una regla centenaria, a una disciplina consolidada, pero cada cual después eligió su campo de actividad espiritual, lo que resultaba notablemente chocante. ¿Qué tenían aquellos movimientos eclesiales que no pudiéramos encontrar en la secular historia de la Orden Dominicana?

Si el revuelo era enorme a nivel eclesial, el político era una olla a presión. Siempre contenida, eso sí. No recuerdo especialmente debates políticos serios entre nosotros. Existía cierta enajenación en ese sentido porque todo aquello era demasiado novedoso para nosotros, aunque sí nos preocupaba e inquietaba el componente social de la política. La teología de la liberación seguía siendo una de las lecturas predilectas de los estudiantes, aunque otros no se privaban de regocijarse con los ex abruptos que soltaba Fuerza Nueva.

Si bien se podría decir que en general éramos moderados, seguramente por nuestro trasfondo social conservador y porque nuestro propósito, lo digo con toda claridad, era disfrutar de la existencia. Con cierta inconsciencia, aunque creo que hicimos bien.

La historia de que Marcelino Camacho había tenido que saltar la tapia del convento para escapar de los maderos en una reunión clandestina de CCOO, celebrada en el convento, dejó de ser una legenda, porque a cada paso nosotros nos topábamos en Madrid con la oportunidad de formar parte de eso que se ha llamado turbulenta Transición española.

Algunos terminaron por encontrar sus futuras esposas en los mítines del PCE, otros abrazaron, con valentía, los movimientos sociales, los que éramos menos aventureros no podíamos evitar que los clandestinos se nos metieran en nuestra propia casa. Uno de los motivos, banal, era que no había sitios para reunirse en Madrid y el excelente teatro del convento, con su barniz de pertenencia a una organización religiosa servía de tapadillo para tales menesteres. Y no sólo como espacio de ensayo para el grupo Aguaviva.

La Asamblea General de USO -no es que fuese, ni mucho menos, el sindicato digamos más revolucionario, pero era un sindicato después de todo- se celebró en el Convento. Como el Congreso del Partido del Trabajo, de ideología marxista-leninista de tendencia maoísta, presidido por Josefina López-Gay, “la Rosa Roja de la Transición”, que además comandaba la Joven Guardia Roja . Sí, he dicho bien. Para más inri, fui testigo desde la primera fila.
Yo era el encargado del teatro. Acudió maravillosamente guapa, y más. Vaporosa y ondulante en una maxifalda floreada y unas sandalias que arrastraban el polvo de incontables mítines en las barriadas obreras del sur de la capital y decenas de alborotadas asambleas en las aulas de la Complutense. Etérea bajo su melena lisa y su gracejo andaluz.

Enfrente de mí la mismísima Inés (nom de guerre) para pedirnos el teatro -mediante una razonable tarifa- aunque por su clandestinidad, perfectamente desconocida para mí. Así que accedí. La sorpresa fue toparnos, pocas horas antes en el hall del Salón de Actos con los cartelones y pancartas: Abajo el capital, derribemos a los explotadores, etc. Imaginad la modosa burguesía de La Moraleja que acudía a misa de doce y en otro extremo del patio una turba de revolucionarios.

El acuerdo, que respetaron escrupulosamente, fue que no sacaran las pancartas al patio y ondearan las banderas con la hoz y el martillo sólo dentro del recinto. Sin comerlo ni beberlo, con mis ingenuos veintitrés años allí estaba yo discutiendo con una de las musas más curtidas de la Transición, acusándola de haberme metido en un lío que, cuando menos, iba a finiquitar mis ideales religiosos en el peor de los casos, y con un poco de suerte, el castigo no podía calificarse de inferior, dar con mis huesos de por vida en el internado escolar de Valladolid, como vulgar profesor de alguna maría insoportable.

O terminaron por ser muy discretos con sus consignas o los bondadosos superiores que manejaban la cajita con las bolas negras y blancas no se percataron o, simplemente, hicieron caso omiso. En cualquier caso, me salvé de la quema sin un rasguño.

Lo que era evidente, aunque desde luego con la cercanía no éramos tan conscientes como desde la perspectiva actual, es que una época llegaba a su fin, en realidad, se desmoronaba a pasos agigantados. Tanto a nivel del siglo, como sabemos por lo que acaeció en los años siguientes en España, como dentro del propio convento.

El principal indicador era el número de vocaciones. En mi curso fuimos al noviciado 16 y nos ordenamos seis (de los cuales sólo quedan tres), el curso que vino detrás fue incluso algo más numeroso que el nuestro. Pero, después, las vocaciones empezaron a decaer sensiblemente hasta casi desaparecer.

Indudablemente, en este cambio de rumbo radical tuvieron que ver infinidad de factores socioeconómicos. Lo que nuestro compañero Reyes explicó tan bien en la reunión del año pasado ya dejó de tener sentido a finales de la década de los setenta. Y si no había novicios, no había estudiantes, resultaba imposible que hubiera estudiantado.

Una época que había comenzado, quizá de forma algo grandilocuente, a finales de los cincuenta, estaba desapareciendo para siempre. Las maneras y modos de entender la vocación, la vida religiosa tomaría, a partir de los años ochenta, otros rumbos.

A todo esto, nosotros seguíamos siendo estudiantes, aunque todo hay que decirlo, estudiar, estudiar, estudiábamos lo justo. Durante aquellos años que el mundo cambiaba a nuestro alrededor, tanto fuera como dentro, nosotros tan bien cambiábamos, mientras nos dedicábamos a buscar nuestro camino, sin excesivas preocupaciones, como si navegáramos por un largo río tranquilo, mientras los cauces se desmoronaban a medida que avanzábamos.

En este sentido sí que tengo que decir que fuimos un pelín irresponsables. Aunque, por otro lado, aquellas ganas de vivir se convirtieron en un acicate para ver el mundo con más optimismo, más libertad, más positivo. Fue el año, los años, sin retorno, sin vuelta atrás, no sólo por el paso inevitable del tiempo, sino porque lo que vivimos nunca más lo volveremos a vivir. Los años, sin vuelta atrás, los que nos convirtieron en lo que ahora somos.

Y por lo que a mí concierne, lo he dicho en numerosas ocasiones y lo seguiré repitiendo, los mejores y más felices años de mi vida.

[FERNANDO]

[1] Adolfo Suarez asume el gobierno de España. Se suprime en España el Consejo Nacional del Movimiento. Manuel Fraga Iribarne funda el partido Alianza Popular. Santiago Carrillo es detenido en Madrid disfrazado con una peluca. Los GRAPO amenazan la transición secuestraron a los presidentes del Consejo de Estado, Antonio María de Oriol y Urquijo, y del consejo Supremo de Justicia Militar, general Emilio Villaescusa. Los dos fueron liberados por la policía el 11 de febrero de 1977. Clausura del primer congreso del PSOE celebrado en nuestro país después de la Guerra Civil. El 15 de Diciembre la Ley de Reforma Política es aprobada mayoritariamente en Referéndum por el pueblo español.
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