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#1 MADRID, 1975: EL AÑO SIN RETORNO, por RM (I) publicado el 19/10/2017 a las 09:38
Debo advertir que la mayor parte de todo lo que voy a comentar responde a un contexto personal muy propio y, por lo tanto, intransferible. Quizá todo lo que diga se pueda considerar, acaso incluso lo sea, como una visión demasiado personalista y particular de aquella época, mediados de los setenta, cuando el discurrir de España, en general, sufrió una transformación radical, aunque no menos profunda fue la transformación que se llevó a cabo en la comunidad religiosa de San Pedro Mártir, el Convento de los Dominicos de Alcobendas.[QUE NO SOY YO]

No obstante, quiero pensar que esta perspectiva personalizada de lo que os voy a contar, al menos, en los términos más generales y en muchos de los conceptos es perfectamente extrapolable a los compañeros que compartimos aquellos años en la Comunidad de Alcobendas.

Tengo mis dudas de que aquel contexto preciso pueda entenderse en su totalidad por otras generaciones de estudiantes posteriores o anteriores, incluso sin irnos muy atrás o muy adelante en el tiempo, digamos un lustro antes y un lustro después. Creo que la ruptura fue tan grande, entre 1975 y 1980, tanto en el exterior, como en el interior, que esa época fue especialísima y extraordinariamente diferente a las anteriores y las posteriores. No digo que fuera peor ni mejor. Diferente.

Los enormes cambios influyeron muy directamente en nuestra concepción de la vida religiosa, modularon de manera radical la manera con la que nos acercábamos a la sociedad civil de entonces (fueran feligreses o líderes sociales) y, con toda seguridad, sembraron la semilla de lo que se convertirían en nuestras opciones políticas -con un arco muy amplio- en los años venideros. Quizá, incluso, para el resto de nuestras vidas.

Quien era forofo de Fuerza Nueva, primera balda a la derecha de la entrada, según se accedía a la biblioteca, terminaría por asociarse a ideas conservadoras. Los más audaces, los que se atrevían con Cuadernos para el Diálogo, aunque la gran masa devorábamos las posiciones intermedias, progresistas para la época como Cambio 16, terminaríamos en otros posicionamientos sociales, económicos, políticos y religiosos. Más equidistantes. De lo que no cabe duda es que aquella época y lo que vivimos en el convento, nos moduló, como personas, de manera inevitable.

Aquella segunda parte de la década fue especialmente relevante para la cuarentena menguante de estudiantes. Tuvo, de eso estoy seguro, una influencia decisiva en lo que nos hemos convertido a lo largo de los años. En definitiva, fueron los cimientos de lo que ahora somos.

En numerosas ocasiones he reflexionado, discutido con amigos, teorizado sobre los caminos que nos han llevado a ser las personas que ahora somos. Aunque muchos suelen tomar como referencia la patria de la infancia, quizá los duros años del internado en Arcas Reales, para mí no me cabe ninguna duda. Una y otra vez la respuesta me lleva a aquella época inigualable de mediados de los setenta. Lo he comentado en numerosas ocasiones con amigos y conocidos. Aquellos años fueron esenciales, imprimieron una huella indeleble y forjaron nuestro carácter -más que ninguna otra época- nos convirtieron, creo yo, en hombres de provecho. Mi caso no es excepcional.

En las numerosas conversaciones mantenidas con compañeros de aquella época, aun admitiendo que los caminos que hemos seguido en la vida han sido tan variopintos, lo cierto es que somos lo que en aquella época éramos. Dicho de otra manera: somos a los sesenta lo que llegamos a ser a los veinte.

[ES MÁS QUEAMOR]

La profunda huella que dejaron aquellos años en nuestras vidas tiene, en mi modesta opinión, una doble explicación. La primera razón es que estábamos “vírgenes” -en sentido metafórico y en sentido literal- de afectos, ideas, conceptos, metas.

Cualquier noción que oyéramos, por peregrina que fuera, desde la aparición de la Virgen en El Escorial hasta las teorías más radicales de la teología de la liberación, siempre caían en un terreno fértil, un estado mental mullido, donde todo resultaba fácil de asumir y aceptar. Además, lo hacíamos con entusiasmo. En la distancia temporal resulta, en mi opinión, fácil de explicar.En Arcas Reales nuestro contacto con el mundo fue mínimo. En Ávila se abrió notable y sorprendentemente la espita (1971-1973), que se volvió a cerrar, con una tosca y obsoleta, para los tiempos que se avecinaban, vuelta de tuerca en el Noviciado de Ocaña.

De repente, en Alcobendas, pese a ciertas restricciones, por lo que concierne a entradas, salidas, lecturas, opiniones, acceso a la cultura, el mundo nos pertenecía. Bastaba cumplir con los horarios, y no siempre, de ritos y devociones, para palpar que éramos, impensable e increíblemente, libres.La segunda razón, no menos importante, era nuestra edad. Éramos estudiantes de diecinueve, veinte, veintiún años. Incluso en aquella época profundamente gris era inevitable que nos sintiéramos jóvenes, audaces, valientes.

[SECRETARIA]

A esta doble vertiente de que éramos vírgenes, en todo el sentido de la palabra, real y metafórico, situación aderezada con nuestros ímpetus juveniles, vino a sumarse un tercer elemento: el mundo exterior. Madrid, en aquellos mediados de los setenta era una burbuja que se hinchaba a pasos agigantados. Un hervidero político, social, donde las ideas y los ideales (acompañados de no pocas fantasías) revoleteaban, literalmente, en cada barrio, en cada reunión, en cada periódico. Por usar una expresión bíblica, un “tohu babohu” (abismo insondable antes de la creación), una vorágine de ilusión, de cambio, de poseer un futuro radicalmente diferente.

Relativamente comedidos en la vida conventual, al menos hasta mediados de la década, esta conjunción de factores cristalizó, a partir de 1975 en un mundo completamente nuevo para todos nosotros. Ciertamente para los estudiantes de filosofía, pero también para padres y profesores. A algunos porque el velo de un mundo tranquilo, ortodoxo, fruto de la inercia de décadas, se rasgaba, trágicamente, por todas partes en un santiamén.
A los otros, a los que éramos estudiantes, porque se nos abrió, inesperadamente, un mundo completamente novel de opciones religiosas, políticas, personales. Esta es una gran diferencia con los cursos de los lustros anteriores donde las disputas sobre el modo de entender la Iglesia, la dogmática, la vida religiosa constituían el alimento diario de las disputas y los debates. Debate intra eclesial, donde el mundo tenía poco que aportar, salvo que era un sitio a evitar por ser tentadoramente pecaminoso.

En nuestros años, este factor, el del siglo, como se le solía denominar con términos algo desdeñosos fue, además de un valor añadido y apreciado, el elemento definitivamente desequilibrador. Teología, compromiso ético, moral, religión, política se amalgamaban de forma tan caótica como atractiva.
Todo esto derivó en una batalla sin tregua, diaria, tanto individual como comunitaria, que vista con la perspectiva de los años sirvió para enriquecernos en lo personal y lo comunitario. Aunque en aquellos momentos precisos, como suele ocurrir cuando carecemos de la ventaja de la distancia en el tiempo, creó no pocos traumas, desasosiegos y malestares.

Vistos desde la lejanía que otorgan los 42 años actuales algunas actitudes y decisiones resultaron claramente cómicas, otras tuvieron consecuencias claramente dramáticas para algunos compañeros. El siglo se había introducido en el claustro, y no de manera sutil, sino a borbotones y por cada poro de nuestra vida religiosa.

Por citar un par de anécdotas de aquel entonces. Cuando el diario El País apareció en mayo de 1976, Fr. Gerardo tenía la costumbre de dejar los ejemplares destinados a los estudiantes en el casillero correspondiente para que el Mayor de los estudiantes los trajera a la Comunidad de Estudiantes, por aquel entonces ya situada en el alero que sobrevuela de las clases al comedor.

Pues durante los primeros días, de manera sistemática el periódico desaparecía del casillero porque algún padre, celoso guardián de las buenas virtudes de los jóvenes filósofos y teólogos, lo hurtaba para arrojarlo a una recóndita papelera. Al mismo tiempo, más de algún estudiante se las apañaba para traficar, y esconder debajo de la cama, la revista Interviú, con sus afamados topless, o El Jueves con sus subversivos historietas como la de Martínez el facha. O sea, lo comido por lo servido. Lo expurgado por lo clandestino.

Como he dicho al principio, aunque cuente mi historia más o menos particular, las actitudes, los posicionamientos, los caracteres que se forjaron en aquella época, más allá de las particularidades personales, tienen muchos rasgos en común, rasgos que comentaré más adelante en detalle.

El que lo centre en mis vivencias de la época no quiere decir que fuera una situación exclusiva mía, antes al contrario, voy a intentar generalizar algunos aspectos porque estoy convencido de que más allá de las vivencias personales de cada uno, existían denominadores comunes en conductas y ademanes que nos hicieron vivir aquellos años de manera única e inigualable.En el contacto, durante estos últimos años, vía redes sociales, reuniones de cursos, conversaciones telefónicas,  con numerosos compañeros, muchos bastante más veteranos, que entraron en Arcas Reales a finales de los años 50 (mi curso llegó en el ’67), algunos incluso procedentes de La Mejorada o Santa María, así con otros que nos siguieron en Vallodolid cuando el internado tomó una vía, digamos menos apostólica y más laica, en parte ajena a la disciplina de  aspirantado, advierto una y otra vez lo aparentemente parecidos que éramos, tanto en nuestra extracción social, como en la educación que recibimos. Y, sin embargo, lo diferente que fueron las numerosas etapas que vivimos según los cursos, debido, sin duda, a lo rápido que cambiaban los tiempos.

[ACTITUDES]

Este cambio, cobró un ritmo vertiginoso en el estudiantado de Madrid. Cuando a finales de agosto de 1973 llegamos frescos del noviciado, con la máxima ilusión por emprender los estudios de filosofía y teología oímos una y mil historias, que se habían convertido en legendarias, sobre las salidas (¿expulsiones?) masivas de estudiantes, al hilo de las reformas del Vaticano II hacia finales de los años sesenta.

Para nosotros, menos de una década más tarde de aquello que sonaba a verdaderamente revolucionario (¡qué locura abandonar en masa los sagrados estudios de teología!) nos sonaba como algo demasiado lejano cuando no ajenos a nuestros ideales puros.

Aquellos abandonos masivos, echando a perder la llamada divina, aquellas salidas traumáticas, no encajaban en absoluto con el fervor que el P. Fueyo y el P. Jesús Santos nos habían imbuído en Ocaña. Eran una cosa de un pasado, reciente sí, pero pasado después de todo con el cual nosotros no teníamos nada que ver y decididos a evitar, a toda costa, idénticos errores.

No obstante, sin que nosotros lo supiéramos estábamos a las puertas de otra revolución, ciertamente más llamativa y radical, y esta no venía desde dentro de la Iglesia, sino desde fuera y era, antes de nada, social y política. La disrupción eclesial, interna, dominicana, como consecuencia del Vaticano II, si se quiere, de algo nos sonaba. De hecho, en el Noviciado ya se habían colado algunas insinuaciones, como cuando el P. Llamas, insigne misionero en Taiwán, para nuestro escándalo nos dijo, literalmente, que la sacrosanta y preciada Constitución dominicana no tenía mucho sentido cuando el objetivo final era convertir a los paganos. Es más, dijo literalmente “que habría que quemarla”.

[Y TÚ TE VAS]

Pero los aspectos sociales y políticos que se avecinaban eran completamente novedosos para nosotros. Quien más quien menos habíamos seguido con interés el golpe de Estado en Chile o la revolución nicaragüense. Pero aquello, después de todo, estaba allende el océano. Al llegar a Madrid, un par de días después de nuestra profesión simple, el P. Chamorro -que nos recibió en la portería- ya nos puso sobre aviso.

A los que veníamos con el canario metido en la jaula (literalmente, no es una metáfora) ya nos advirtió que tendríamos que poner nuestra afectividad en otros asuntos más esenciales que en mimar a nuestras aves canoras. De hecho, el mío, debió de coger alguna pulmonía en los primeros días del invierno madrileño y las espichó antes de que pasara un mes.

Pero éramos jóvenes, intrépidos, y tan inconscientes como ingenuos. En nuestro supremo candor queríamos comernos el mundo y lo que ocurrió fue justamente lo contrario. El mundo, el siglo, como entonces se denominaba desdeñosamente al exterior, nos devoró a nosotros. Y no era para menos.
Madrid, además de rompeolas de todas las Españas se estaba convirtiendo en un magma incandescente, un imán inevitable, con sus peligros, esperanzas, atracciones, caos que, como no podía ser de otra manera, para lo bueno como para lo malo, iba a permear todas nuestras vidas. Para siempre.

El año era 1975. Obviamente, todos los cambios no se produjeron de una manera radical, en una fecha precisa, sino que venían larvándose desde años antes y, de alguna manera, continuaron durante los años posteriores. Pero a efectos de la narrativa, la fecha nos viene muy bien porque es realmente simbólica.

Con toda certeza, ese año sirvió para cristalizar, tanto en el exterior, como en el interior, infinidad de cambios que a todos nos hicieron diferentes y, a la postre, nos hicieron caminar por rutas dispares en la vida. Extraordinariamente diversas, diría yo, que apenas un par de años antes resultaban impensables. Este es uno de los aspectos que más me sorprende cuando converso con los compañeros. Como, pese a formar una unidad de destino en nuestros ideales religiosos, al menos durante unos años, las circunstancias nos han hecho increíblemente diversos. Hemos terminado de jefes de logística, policía secreta, asesores aúlicos, delegados sindicales, en fin, la vida misma.

Abundando en esa narrativa, aunque sólo sea a efectos del discurso, incluso exagerando un poco, señalaría un día y hasta una hora cuando todo comenzó. Nuestro momento germinal. Fue el 20 de noviembre de 1975 a las 9 horas, sesenta minutos antes de que Arias Navarro apareciera en la pequeña pantalla, no olvidemos que era en blanco y negro, para anunciar aquello de “Españoles, Franco ha muerto”.

[EL AGUA ENSUS CABELLOS]

Para entonces, nosotros ya habíamos empezado a celebrarlo. El día anterior, era de dominio público que el Generalísimo estaba en las últimas, el P. Chamorro, afrancesado por sus estudios, había sido entrevistado por la televisión francesa en el claustro conventual. Que hasta los medios internacionales vinieran a preguntar al convento, a uno de nuestros profesores, presagiaba que el final estaba muy cerca.

A las nueve comenzaban las clases y ni cortos ni perezosos, no recuerdo con exactitud cómo se fraguó aquello, decidimos hacer huelga para celebrar que el dictador había pasado, previsiblemente, a mejor vida. Esto puede sonar banal en la actualidad, total que un grupo de estudiantes haga huelga parece hasta ordinario y vulgar. Desde luego poco noticiable.

Pero en las circunstancias de entonces representaba todo un acto sedicioso. Pensemos: religiosos con voto de obediencia, imberbes, apenas salidos de la adolescencia -mi curso acababa de comenzar segundo de filosofía- holgando porque sí y por motivos políticos en un convento donde la jerarquía era la norma imperativa.

En realidad, la huelga duró unos veinte minutos. Justo el tiempo que tardaron el P. José (Pepe) Montero, Regente, y el P. Claudio Extremeño, Maestro de Estudiantes, en reunirnos a todos y aleccionarnos de la siguiente manera: “Quien en cinco minutos no esté sentado en su pupitre que vaya a hacer su maleta y tome el P-28, camino de la estación de Chamartín”. Obviamente, todos y cada uno de nosotros, como corderitos, bajamos sumisos, con la cabeza gacha, a nuestras respectivas clases.

Eso no impidió que no pocos de los envalentonados huelguistas se desplazaran esa misma tarde a Madrid, para aguantar colas kilométricas y pagar sus últimos respetos, de cuerpo presente, al Caudillo, en el Palacio de Oriente.

[SING A SONG]
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