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#1 Juventud en el claustro, por Magín Borrajo (1 de 2) publicado el 13/12/2015 a las 14:26
En 1954, a la edad de 17 años, motivado por el idealismo del sacerdocio, me enviaron a Ocaña, provincia de Toledo, para comenzar un año de discernimiento, llamado Noviciado. Ocaña, en la Mancha, cerca de Noblejas y Aranjuez, era un pueblo con grandes eras, trigales, viñedos, campos de olivos y molinos de viento. Me recordaban a Don Quijote y Sancho Panza. La dualidad de los extremos. El idealismo y el materialismo. En aquellos años me inspiraron la carrera sacerdotal y el idealismo misionero. El edificio del Noviciado tenía tres pisos, dos de ellos con los dormitorios, una capilla y varias salas de reuniones. El tercer piso estaba sin dividir; era una sala enorme que usábamos para recreo cuando llovía. En este piso quedaban huellas de la Guerra Civil española y eran evidentes los agujeros de las balas.

El convento de Ocaña había sido ocupado por los rojos durante la guerra civil. Oí decir que usaron la iglesia como garaje para camiones. En este convento los rojos mataron a varios frailes dominicos. Al lado del convento estaba el penal de Ocaña, una prisión de máxima seguridad en la que había encarcelados muchos presos políticos. A las afueras del pueblo había un «paredón» donde se decía que durante y después de la guerra fusilaron presos. Dentro del recinto del convento, separado por una valla, había un colegio de dominicos que estaba siendo remodelado para estudiantes externos, la mayoría hijos de funcionarios del gobierno que trabajaban en el penal. Menciono esto porque, después de invertir tiempo y mucho dinero en remodelar el colegio, cuatro años más tarde el siguiente superior lo demolió, lo que causó muchas críticas en el pueblo de Ocaña.

He vivido 36 años con los frailes dominicos y tengo que decir que nunca fueron buenos economistas. Les faltaba experiencia del mundo, no sabían de negocios y se dejaban manipular y engañar por seglares más perspicaces y mejores negociantes. Es posible que problemas similares ocurrieran en otras congregaciones e incluso en el Vaticano, donde últimamente se han dado a conocer algunos de sus desfalcos y la falta de transparencia. El año de noviciado era un tiempo de reflexión y estudio sobre el ideal y la vida dominicana. Teníamos interminables horas de oración y meditación. Todos los novicios éramos instruidos por el mismo maestro o director espiritual, encargado de moldearnos a su imagen y semejanza. El propósito del noviciado era averiguar si, en verdad, oíamos la invitación de Dios y teníamos vocación de Dominico.
         
Ser sacerdote dominico, así decían, era un don especial de Dios que uno tenía que agradecer o una vocación a la que teníamos que responder generosamente. Durante ese año leí la vida de muchos santos: Santo Domingo, Santo Tomás de Aquino, Santa Teresa de Ávila, Santa Catalina, Santa Teresita de Lisieux, María Goretti, San Juan de la Cruz, San Ignacio y sus Ejercicios Espirituales. Periódicamente nos visitaban misioneros que nos hablaban con altruismo de sus labores y de la importancia de las misiones y del ministerio de Dios. El año de noviciado era, como si dijéramos, un año de retiro espiritual. No se permitía la visita de familiares, ni el contacto con seglares. Vivíamos completamente separados del resto de la sociedad. Al terminar el noviciado, estaba plenamente convencido de que ser sacerdote era lo mejor del mundo y de que Dios me había llamado de un modo especial para proclamar su palabra, o anunciar su reino en los países de las misiones, o en cualquier parte del mundo, donde quisieran mis superiores.
         
Reflexionando sobre mi vida, pienso que mi convencimiento no se debía a una madurez emocional y espiritual, sino más bien a un adoctrinamiento por parte de los religiosos, víctimas también del tiempo y circunstancias en que habían sido educados. En aquella época se ignoraban los problemas psicológicos. Muchos de los candidatos al sacerdocio tapaban sus represiones, causa de tantos escándalos en los últimos años. Afortunadamente, la jerarquía católica ha comenzado cambiar. En algunas diócesis y congregaciones ya hacen evaluaciones psicológicas a candidatos al sacerdocio. Después del año de noviciado, sin considerar otras opciones, pensando que tomaba la mejor decisión de mi vida, hice alegremente los votos de pobreza, obediencia y castidad, requisitos para comenzar los ocho años de filosofía y teología, preparación necesaria para la ordenación de sacerdote dominico.
         
El voto de pobreza quería decir que uno nunca sería dueño de nada. Uno estaría siempre desprendido o desposeído de todo y limitaría sus necesidades al mínimo. Trabajaría incansablemente en cualquier ministerio asignado por sus superiores y ellos proveerían las necesidades básicas. En esos primeros años recuerdo vestir pobremente. Heredábamos hábitos y ropa interior de otros religiosos, vivos o muertos, y debíamos usarla con humildad y agradecimiento. Se suponía que el voto de pobreza ayudaba a desprenderse de las cosas materiales y a crecer espiritualmente. Durante treinta años con los dominicos conocí algunos religiosos desprendidos de lo material. Otros, en cambio, se apegaban a sus cosas personales y buscaban la amistad y beneficios de gente pudiente. Su estilo de vida se parecía más al de los ricos que al de los pobres.
         
El voto de pobreza sigue siendo un problema serio para la Iglesia y los sacerdotes católicos. Hablan frecuentemente de la preferencia de Dios por los pobres, pero muchos de los obispos y eclesiásticos no dan ejemplo con su vida, ni aman ni viven como los pobres.El voto de castidad significaba una renuncia total a los placeres sexuales, tanto solo, como sería la masturbación, o con otras personas. Uno tenía que entregarse totalmente a Dios, quien no quería «corazones divididos». El voto de castidad requería una entrega de holocausto, una sublimación total. Recuerdo al director espiritual decir «sed modestos, mantened los ojos bajos en presencia de mujeres, evitad mirarlas a los ojos y conversar con ellas».
         
La modestia es una buena cualidad, pero se presta a malos entendidos. Aclaro esto con una anécdota de un gurú budista y su joven discípulo. Caminando a la orilla de un riachuelo se encuentran a dos doncellas mirando el río. El gurú les pregunta a las jóvenes que qué hacen allí. Ellas contestan que quieren cruzar a la otra orilla pero les da miedo la corriente. De manera espontánea, el gurú pasa en sus brazos a cada una de ellas. Las jóvenes le agradecen su amabilidad y sin más comentarios el gurú y su discípulo siguen caminando. Al cabo de un rato, el discípulo rompe el silencio y pregunta: «Maestro, te he oído hablar de la modestia, sin embargo tú no tienes ningún inconveniente en pasar a estas jóvenes en tus brazos». El gurú le responde: «Sí, las tomé en mis brazos, las crucé a la otra orilla y todo terminó allí. Tú, en cambio, las tienes todavía en tu mente».
         
He conocido a sacerdotes alegres, bien integrados, que aceptaron el voto de castidad como uno de los consejos evangélicos. Crecieron emocionalmente y fueron capaces de sublevar la sexualidad y el amor por una mujer. Conocí a otros sacerdotes descontentos, amargados, insensibles, con ideas peyorativas y degradantes sobre la mujer. Y a otros que violaban el voto. La Iglesia Católica se resiste al cambio, a pesar de que casi cien mil sacerdotes han dejado de ejercer el sacerdocio para contraer matrimonio. No quiere enfrentarse a la realidad de miles de sacerdotes que siguen activamente en el ministerio y mantienen relaciones amorosas con mujeres.
         
Estos últimos años, los medios de comunicación y las Naciones Unidas han divulgado el escándalo de tantos sacerdotes reprimidos y pedófilos que nunca debían haber sido sacerdotes, ni han tenido la valentía de dejar el ministerio. Han permanecido en el claustro o en sus parroquias cometiendo crímenes obscenos contra menores.Tristemente, la jerarquía eclesiástica se ha mostrado insensible con las víctimas, se ha esforzado en proteger a los abusadores, en vez de a las víctimas hasta que los tribunales civiles le ha obligado a pagar billones de dólares. La jerarquía católica no comprende la sexualidad humana. Está compuesta de hombres célibes, aunque muchos de ellos no lo son y ellos son los que legislan sobre la sexualidad y las parejas católicas.
         
Reflexionando sobre la sexualidad y la poca influencia que tiene la Iglesia sobre el mundo de hoy, el verano de 2014, caminando por las playas de Cambrils, observando el destape y comportamiento de la gente, me vino a la mente el gran humorista Francisco de Quevedo. Si él caminase por esas playas, quizás más liberado, no escribiría «Érase un hombre a una nariz pegado». Tal vez reservaría su humor para la infinidad de tetas, o quizás ni siquiera haría comentarios, porque las vería como algo normal, como debe ser, porque así son las mujeres, producto de la evolución, o como Dios las ha hecho, con tetas o pechos que todos hemos mamado o debimos haber mamado.
         
En fin, no me opongo a ciertas normas de conducta y decencia humana. Sí me opongo a los tabús, prejuicios y tapujos sobre la sexualidad, herencia de monjes y religiosos, reprimidos y mal integrados, que han impuesto y quieren seguir imponiendo sus prejuicios y creencias injustificadas. El voto de obediencia consistía en someternos completamente a la voluntad de los superiores que mandaban en nombre de Dios.Así como Jesús de Nazaret no vino a cumplir «su voluntad, sino la voluntad del Padre», del mismo modo los religiosos teníamos que renunciar a nosotros mismos y someternos ciegamente a la voluntad de los superiores. Años más tarde, en Washington, defendí ante mi profesor de teología moral que la obediencia ciega era irracional e iba en contra de la dignidad humana.
         
Dios nos había dado la inteligencia para usarla y poder cuestionar a los superiores. Sus mandatos no siempre eran en nombre de Dios. A veces, ni eran razonables, sino que ordenaban por capricho o por motivos personales. A los 18 años veía la vocación al sacerdocio y la profesión de los votos como un ideal digno y altruista. Estaba completamente de acuerdo. Años después, reflexionando sobre mi vida en el claustro, pienso que los maestros dominicos y los superiores, tal vez con buenas intenciones, me adoctrinaron. Me subieron, como si dijéramos, al pico de un monte y me empujaron lanzándome cuesta abajo. Corrí ciegamente porque no tenía frenos, ni opciones para contemplar otras alternativas.

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Por cortesía del autor, publicamos el capítulo III de su libro "BUSCANDO SER HUMANO", Palibrio, Bloomington 2014. Puedes adquirir el texto completo en Amazon o bien en esta página http://www.maginborrajo.com/ (Se ha editado, ligeramente, por cuestiones de espacio, la dimensión de los párrafos con respecto al original)
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