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#1 EL ANDAR DEL BORRACHO publicado el 05/10/2020 a las 19:25
Después de treinta y seis años todavía me resultan llamativos los olivos de la inacabable llanura manchega. Como la primera vez. Hoy que tantos lustros después me dirijo al reencuentro con los que siempre serán mis connovicios de entonces. Hasta aquel verano del ’73, jamás había visto la inmensa llanura de olivos en los páramos castellanos, cuando llegué en tren para hacer el cursillo previo a la toma de hábito. La semana de prueba que, a la larga, marcó los destinos de nuestras biografías durante años y, ni que decir tiene, para toda la vida.

Me viene a la mente aquello de que “los mecanismos mediante los cuales las personas analizan situaciones que implican azar son un producto intrincado de factores evolutivos, de la estructura del cerebro, la experiencia personal, el conocimiento y la emoción”, según había leído la noche antes al reencuentro por puro…azar. Dado el contexto, parece razonablemente piadoso que sustituyamos el concepto de azar por providencia.

Si queremos aquilatar aún más el término nos vamos a “divina providencia”. Incluso podemos ahondar más y llegar a la conclusión de que la divina providencia me, nos ha elegido; alguien no tardará en inculcarnos, hueras pretensiones, que en el modo y manera de los profetas de la vieja ley mosaica propiciarán que nos creamos salvadores del mundo. Ahí es nada, anegados por la gracia divina en sus designios para transformarnos en Oseas, a bordo del tren que acaba de dejar atrás Aranjuez y se dirige, lento pero seguro, hacia Ontígola. Para redimir el universo.

Leonar Mlodinow que explica cómo el azar, esto es, la providencia divina o humana, gobierna nuestra existencia, pone un ejemplo de cuán complicado resulta analizar lo sinuoso del discurrir de nuestras vidas. Sólo el banal hecho de arrojar dos monedas al aire ya implica tres posibilidades de resultados. Bueno, no tres, sino cuatro posibles resultados: caras, cruces, cara y cruz, cruz y cara. Veinticinco por ciento para cada posibilidad. Al transferir leyes de probabilidades a las decisiones personales, los resultados, aparte de imprevisibles, son casi infinitos.

Las cadenas de hechos que acontecen al tomar una decisión se suceden, sin que a medio plazo, menos aún en el largo, tengan nada que ver, ni de lejos, si en ese primer momento hubiéramos optado por otra decisión, por ligeramente diferente que ésa variante hubiera sido. A medida que los acontecimientos se separan en el espacio y el tiempo, los resultados son extrañamente dispares, la diversidad se multiplica exponencialmente, como si esas decisiones procedieran de dos personas completamente ajenas, habitando mundos y dimensiones diferentes. Dos vidas en un instante. Dos, tres, veinte, centenas, millares de vidas en un segundo.

¿Cómo hubiera discurrido mi vida si no hubiera ido al mitin de la CNT, el primero que los anarquistas celebraron “live”, como se dice ahora, en S. Sebastián de los Reye, apenas enterrado el Generalísimo? ¿Habitaría ahora en la periferia madrileña si en un preciso instante, en aquel lugar exacto, no hubiera mirado desde una ventana de la Universidad filipina de Santo Tomás y apercibido a mi bella Carol? ¿Qué cometido laboral estaría ahora desempeñando si a finales de mayo de 1973, tras que salieran más alubias negras que blancas en la temida cajita del escrutinio, no me hubieran recomendado regresar a orillas del Pisuerga?

¿Y si la cartera de mi pueblo no hubiera tenido el sello de correos necesario para enviar la carta mediante la cual confirmaba que, finalmente, me había decidido a participar en la semana de experimentación antes de que me impusieran el santo hábito dominicano (y después ya veremos)?. Innegable, todas las vidas, cada vida, pende de un instante.

El sino de estar en el tren derivará en un veremos de 16 años, tantos como llevo de vida. Aunque esas intrincadas consecuencias del “ya veremos” (¿providencia, albur, hados?) yo no las pueda divisar más allá de las manchas de olivos, cada vez más espesas, mientras el tren desacelera al acercarse a su destino. Lo que llevo en la reciente memoria es el dilema que hace unos días he resuelto: venir o no venir.

Como todos los veranos, principios de agosto, acompaño a mi padre y su carro de vacas, camino de los quiñones del monte. La cosechadora ha dejado apilados media docena de sacos de centeno en medio del rastrojo reseco. La duda me corroe hasta el punto de que por primera y, última vez, me atrevo a preguntar al señor Elías una cuestión, digamos, íntima: “¿Padre, ud. qué cree, que debo ir al noviciado a Ocaña o, por el contrario, hacer COU para seguir con periodismo?”. Mientras, mi padre, ya con las primeras canas asomándole en las sienes, se esfuerza por arrastrar los 80 kilos de centeno hasta el fondo de la caja del carro. A mi padre que, casi con toda seguridad, mis dudas le sobrepasan en su infinita bondad y notable ignorancia sobre siglas académicas y carreras universitarias, optó por la respuesta prudente: “Pregunta a tu tío”.

Mi tío pasaba por ser el cabeza intelectual de toda la familia, la sanguínea y la política. Tenía el prestigio de un maestro de escuela avezado en las potencialidades escolares de primos, hermanos y allegados. Para mí, siempre será el autor del “ya veremos” más indeciso, pero a la vez más decisivo que haya llegado a mis dubitativos oídos. Como admirador adolescente de la jerarquía que me habían inculcado en el internado, aderezada con su profunda sabiduría, que yo siempre creí extraída de la revista “Magisterio Español”, consideré que lo que dijera mi tío Luis, docto maestro, iba a misa. “Véte una semana y, después, ya veremos”. O al sobre.

Así que aquel primero de agosto garabateé unas letras para el P. Félix Rodríguez anunciándole que, como parece que todos lo esperaban de mí, aunque nadie se atreviera a decírmelo con claridad: ¡presente!. Por Dios, la Santa Madre Iglesia, las decenas de mártires del Tonkín y el sello con la cara de Franco que mi madre no tenía.

Tragedia. La misiva con señas y remite corre el riesgo de quedar abandonada en un cajón, entre las revistas de “El Promotor de la Sagrada Familia” y los ejemplares de “Ya”, que mi abuelo rojo relee con fruición, a la espera –interminable por lo demás- que el contubernio de Munich dé sus frutos. Al final, mi inalienable vocación, mi decisión valiente, el Oseas que llevo en mí, el magisterio de mi tío, la desprendida respuesta de mi progenitor, mis deseos misioneros y hasta la divina providencia, por increíble que parezca, pendientes de un vulgar sello de dos pesetas con el careto del dictador.

Llegaban las fiestas del pueblo y aunque éstas discurrían en su mayor parte a la luz del día, vaya usted a saber, si el reciente acné adolescente no terminaría por causar sarpullidos imborrables. Algún sobresalto ya había surgido vía mis gemelas quinceañeras preferidas: Rosarito y Montse, a la sombra de algún retirado zarzal del río o mientras buscábamos berros en las fuentes del monte.

Mi última oportunidad de ajustarme a los divinos designios pasaba porque la cartera del pueblo tuviera un dichoso sello. Si doña Rosita no dispone de sello, adiós Ocaña, hola instituto de COU o, más probable, bienvenida sementera de la cebada. Perhaps, estaría ahora divorciado de la fondona Montse, hubiera tenido mellizos con la Rosarito, sería un as del periodismo de investigación, maybe, funcionario de alguna autonomía periférica, profesor de teatro del siglo XVII, forse, sindicalista de USO, tabun, trabajaría, en la recepción se entiende, con horarios imposibles del hotel Méjico.

Vielleight, párroco volante en los suburbios obreros del sur de Madrid o empleado en una inmobiliaria del levante español. El andar del borracho. Estrellarse contra la farola, contornearla, ambas cosas a la vez, atravesar el paso de cebra con el semáforo en rojo, en ámbar, en verde. O acaso el semáforo no funcione y lo cruce sin más. Eventualidades, contingencias, casualidades elevadas casi al infinito. Por suerte o por desgracia, nunca lo sabré, doña Rosita tenía el sello y el tren se detiene en Ontígola.

Desciendo por la autovía, en esta ocasión a 120 por hora y en “haiga”, en la mañana plomiza, hacia el valle del Tajo. Me pregunto como habrá cambiado el pueblo donde cazábamos palomas y criábamos patos a falta de ocupaciones más prácticas y menos monacales, sus calles rectas y estrechas por donde presumíamos con nuestros inmaculados hábitos camino del convento de las buenas madres dominicas, su plaza, tan geométrica como herreriana, donde contemplábamos las procesiones de Semana Santa.

Salgo de la autovía unos kilómetros antes para tomar la carretera nacional, menos dada a transformaciones de infraestructuras vía planes especiales gubernamentales, dádivas de la UE y subvenciones regionales. Me equivoco en la primera rotonda y termino en la carretera de Yepes.

La ruta de Yepes, salvo la cruenta sangría de una radial más, implantada a fuerza de hormigoneras y encofrados, entre olivos y viñedos, me resulta bien reconocible. En la distancia la torre de la iglesia que divisábamos mientras buscábamos con ahínco hachas, flechas y tesoros prehistóricos entre los sarmientos yermos. Idénticos restan, memoria del tiempo, los dieciséis almendros que ya entonces serpenteaban las cunetas. Más añosos, con sus ramas menos frondosas, pero seguro que florecen el próximo febrero, como germinaron en la primavera de 1974 cuando tomábamos el camino que nos llevaba a los cárcavas y vaguadas.

Allí donde la intuición dictaba al P. Jesús Santos que los descendientes de Lucy habían poblado la desolada llanura manchega. Regreso hacia el pueblo. Descuento los escasos cambios en el paisaje urbano botijero. El pueblo apenas ha cambiado, excepto por los signos de los tiempos: el inefable Mercadona, tres rotondas, antes inexistentes, y el almacén chino que ha dejado atrás su todo a cien y ahora dispensa utensilios huertanos.

Por detrás de la cárcel, ahora hay una Ocaña II (en extraños números romanos) adicional a la de toda la vida, los adosados recubren las eras donde disputábamos los partidos de fútbol, usando las túnicas como sudaderas, a la vez que los escapularios y rosarios señalaban el lugar que debieran haber ocupado los inexistentes postes. Me pregunto si nosotros, al menos por fuera, habremos cambiado tan poco como el pueblo. Camino del medio siglo póstumo.

El patio de la iglesia sigue inamovible en su compostería de ladrillo y canto rodado, la misma inscripción de PP. Dominicos sobre el umbral del pórtico. ¿Son los mismos rosales y setos de entonces?. ¿Estarán mis connovicios más gruesos, más flacos, más altos, más bajos, más canosos?. Sé que los cambios físicos, ley de vida, son, pese a todo tan irremediables como intrascendentes.

Sin embargo, seguro que hemos trocado nuestras emociones, permutado nuestros sentimientos, canjeado nuestros corazones. En amores y desamores, frustraciones, satisfacciones profesionales, engaños y desengaños, mudanzas y contratos laborales. En los dolores que nos han desgarrado el alma, en las muertes que nos han tocado de cerca, en la gracia que algún extraño nos ha otorgado, en nuestra vanidad herida por los hijos que, adolescentes, pretenden saber más que nosotros de los recovecos de la vida.

La senda no tomada que nos ha transportado a otros parajes impensables de felicidad o desdicha, la mujer que me amó y no amé, la película que me hizo llorar, el sermón que resultó menos convincente de lo que pretendí. El alumno que percibí como brillante y terminó en el estercolero de la vida, un cliente de cuyo nombre no quiero acordarme, el sueño imposible de un tiempo pasado que nunca fue mejor. O quizá sí.

Incontables vericuetos por los que la vida, el azar, nos ha, literalmente, arrastrado y que hoy, justamente hoy, nos ha devuelto, como en un círculo perfecto a los dieciséis años de entonces.

Atrás queda el palimpsesto de nuestras vidas, una ruta inescrutable en aquella jornada, cuando mirábamos entre temerosos y agradecidos, como el P. Cándido Pérez depositaba en nuestros antebrazos receptivos y expectantes el santo hábito que en breves instantes recubriría nuestras ansias de ingenua santidad.

Los años no han pasado en balde, cierto. Pero son los mismos gestos austeros de castellanos viejos que somos, idéntico el timbre de voz tras las pobladas barbas encanecidas, afín la manera de embellecer las historias del pasado entre un océano de rotundos juramentos. O similares modales para permanecer discretamente en silencio, a la escucha de la apabullante elocuencia de los otros.

Y sobre todo, las miradas perfectamente reconocibles treinta y seis años después. A medida que las conversaciones y las anécdotas se desgranan, esa percepción va en aumento. Algo que abunda en una vieja tesis, a “moi”, de que lo que somos a los dieciséis lo somos para siempre. In aeternum. Como si el túnel del tiempo nos hubiera trasladado a escuchar, cada miércoles, la voz del Santo Padre en la radio, desaparecida, descubro con estupor, de nuestra pequeña sala de comunidad.

Desde el fondo de la nostalgia y los recuerdos se engarzan las anécdotas. Nuestra propia e intransferible existencia. La fuerza seductoramente medicinal que se desprende de las situaciones recreadas actúa como un misterioso bálsamo -antiguas imágenes, completamente olvidadas, aunque jamás eliminadas- sobre la desmemoria de nuestra historia. Basta un tic, un gesto, una palabra, para que en algún oculto espacio del hemisferio izquierdo del cerebro, se vuelva a desplegar un mapa de paisajes bien coloridos, entornos bien precisos donde el rompecabezas del olvido termina por encajar cada pieza del decorado, cada frase en su contexto y cada respuesta a su pregunta.

La identificación en el tiempo y en el espacio es tal que termino por preguntarme si no soy yo el que me observo a mí mismo, desde el balcón de la comunidad, tantos años después, el partido de tenis con el que celebramos las fiestas del pueblo. Y grito “fuera”, aunque la pelota ha golpeado con claridad dos centímetros dentro de la cancha de tenis, a la sombra de la gigante olma. Protesto por protestar desde el fondo de la pista, mientras de reojo observo con satisfacción como mi contrincante femenina, -María, Elena o Julia, como quiera que se llamase, para nosotros era, será para siempre, La Churrera- grita “forty-love”.

Me resisto a perder el set y el partido, aunque hayan pasado casi cuarenta años.
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