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#1 BLOG ARCAS REALES: Año experimental en Ocaña, por P. Niceto Blázquez O.P. publicado el 21/02/2016 a las 07:39
El curso académico 1954/1955 en Arcas Reales fue decisivo. No fue pacífico pero sí interesante y fructífero en experiencias. El ambiente era arquitectónicamente muy bello y conveniente para albergar a jóvenes in- quietos y llenos de ilusión ante la vida. La disciplina, en cambio, era poco o nada pedagógica. Como he dicho antes, había profesores que crearon un ambiente de coacción moral y física lo cual no contribuía a la maduración de mi proyecto de vida. A pesar de todo salí adelante resolviendo solo mis problemas personales y no dudé en pedir el ingreso en el histórico convento-noviciado de Ocaña en la provincia de Toledo. Allí fuimos un grupo de jóvenes ilusionados, pero con cautelas. El año de noviciado iba a ser un año de prueba viviendo en una comunidad de frailes dominicos con vistas a seguir adelante o dar marcha atrás después de conocer el terreno "in situ".

Aquelverano, en lugar de ir de vacaciones a casa de nuestros padres, fuimos a La Mejorada a disfrutar durante un par de semanas del ambiente agradable que allí se respiraba con el río Adaja, la piscina, los pinares y el ambiente natural reinante al margen de los convencionalismos ciudadanos. Pero el viaje desde Arcas Reales a La Mejorada pudo haber cambiado nuestra historia personal. Yo, consciente de mis limitaciones de salud, hice el viaje en un coche de casa, pero el resto de mis compañeros optaron por hacerlo deportivamente a pie alternando la carretera polvorienta con la travesía de pinares y atajos.

Durante la travesía se desencadenó una tormenta impresionante de truenos, agua y pedrisco y pudo ocurrir lo peor. Afortunadamente llegaron todos sanos y salvos a La Mejorada pero no se habló nunca más de la imprudencia por todos cometida en este arriesgado viaje. Pero olvidemos este incidente y sigamos adelante. A pesar de las tensiones surgidas en Arcas Reales, una vez finalizado el curso académico obtuvimos el visto bueno para dirigirnos a Ocaña y pedir formalmente el ingreso en la Orden de Santo Domingo. La llegada fue cualquier cosa menos agradable. Llegamos en dos grupos separados el mismo día, pero a distinta hora.

El grupo más numeroso llegó primero y el resto llegamos en tren más tarde. Era el mes de agosto de un verano seco y castigador. No recuerdo si alguien salió a recibirnos a la estación del tren al llegar a Ocaña. De lo que sí recuerdo es que tuvimos que caminar buen trecho por un camino polvoriento en plena hora de calor, respirando el tamo de las eras, en plena época de trilla, para acceder al convento de Sto. Domingo.
Llegados por fin a nuestro destino, no entramos por la puerta principal sino por la trasera que daba al jardín donde nos esperaban los otros compañeros. Uno de ellos me dio la bienvenida con estas palabras: "Niceto, esto significa una ilusión menos". El recibimiento no fue el adecuado para un grupo de
jóvenes que buscábamos despejar el horizonte de nuestra vida de una manera noble y esperanzada. Nos mirábamos unos a otros como si nos hubiéramos equivocado.

De hecho, alguno comentó con humor: ¿Nos volvemos a casa? Al cabo de unos quince minutos aproximadamente apareció el denominado Maestro de novicios el cual, sin saludarnos ni presentarse, nos urgió a que le siguiéramos por un corredor oscuro hasta la puerta del comedor. Al llegar allí tuvimos la sensación de que habíamos encontrado un refrescante oasis en medio del desierto y algunos se apresuraron a arrebatar los botijos manchegos repletos de agua fresca que aparecieron a nuestra vista. Peroel misterioso Maestro hizo un gesto de aparente disgusto y nos pidió que nos abstuviéramos de beber agua. Grande fue nuestro estupor, pero pronto se despejó el enigma. Dio media vuelta y en menos de lo que canta un gallo volvió sonriente y feliz, dispuesto servirnos él mismo con unas jarras repletas de leche fresca para agasajarnos. Era la sorpresa que nos tenía reservada para refrescar nuestros cuerpos fatigados por el calor. Con el tiempo fuimos constatando que tenía formas muy originales de hacernos la vida grata y
llevadera. Esta anécdota no fue más que el comienzo. Para presentarnos en el convento había llegado un fraile joven de Arcas Reales, el P. Felipe Pérez, por el que todos sentíamos profundo respeto y admiración por su forma de ser y el buen recuerdo que teníamos de sus clases de griego y ciencias naturales. Cuando se despidió de nosotros yo me sentí como perdido en una comunidad de frailes de edad muy avanzada y un Maestro de novicios que me desconcertaba. Pero no era cuestión de tirar la toalla por estas primeras impresiones. Yo había intuido que la Orden de Predicadores era una institución muy seria en la que se ofrecía un futuro de vida noble y había que seguir superando obstáculos e impresiones pasajeras para no errar.
 
A medida que fueron pasando las horas y los días nuestras primeras impresiones desagradables mejoraban sensiblemente y cada cual iba sacando sus conclusiones como yo las mías. ¿Dar marcha atrás? De momento, no. Había que quemar todos los cartuchos conociendo todas las posibilidades de futuro que se ofrecían en la Orden de Predicadores. Aquellos jóvenes estudiantes de teología que yo había conocido en Ávila eran gente muy inteligente y tuve la impresión de que eran también felices preparándose para convertirse en buenos profesores, predicadores y misioneros, incluso en tierras lejanas, respaldados por siglos de historia y vidas ejemplares. En las vacaciones de verano yo había leído con verdadero gozo artículos de misioneros dominicos en Extremo Oriente en la revista Misiones Dominicanas que posteriormente se llamó Ultramar. Y lo que allí se leía no eran relatos novelados sino historias de la vida real de unos hombres que habían pasado por los mismos trámites que yo estaba iniciando. Por otra parte, a medida que pasaban los días se creó en el noviciado un clima de buen humor y buena convivencia que ayudaba mucho a olvidar los fallos pedagógicos y aspectos menos agradables de la vida diaria. Por ello me resulta particularmente grato recordar algunos aspectos positivos durante aquel año de prueba o noviciado en el convento de Santo Domingo de Ocaña.

La figura clave era la persona del oficialmente conocido como el Maestro de Novicios. Se llamaba Ricardo Rodrigo. Era un hombre de 68 años de edad, intelectualmente nada brillante tirando a corto, pero con mucho sentido común y bueno de corazón. Además, causaba la impresión de ser un fraile feliz y se sentía orgulloso de nosotros. Una vez puesta en marcha la vida normal del noviciado le pedí una entrevista para darle a conocer mi estado de ánimo y hacerle algunas preguntas relativas a la nueva vida que trataba de abrazar. Me escuchó estoicamente sin pestañear, pero no respondió a nada de lo que le pregunté. El escucharme con atención lo interpreté como un gesto de profundo respeto personal. Pero el silencio por respuesta me causó la impresión de que aquel hombre no estaba intelectualmente preparado para guiar a un grupo de jóvenes como el que le habían encomendado.

En consecuencia, no volví a hablar más con él para informarle de mis preocupaciones y problemas personales. Me pareció que no estaba a la altura de
los problemas que se nos planteaban a unos jóvenes despiertos e inquietos en la plenitud juvenil. Pero tampoco ponía él obstáculos para que cada cual
consultara o se asesorara con cualquiera otro fraile de la comunidad, lo cual era muy de agradecer. En este ambiente de respetuosa libertad un buen día expuse una serie de cuestiones a un veterano misionero de China, que vivía en la comunidad y quedé gratamente sorprendido. Después de escucharme con gran atención e interés me dijo que mis planteamientos sobre las normas religiosas vigentes y su cumplimiento eran totalmente correctos, añadiendo unas matizaciones que me invitaban a ser realista en la vida sin dejarme llevar por los idealismos. Para corroborar su consejo me propuso unos ejemplos prácticos tomados de su larga experiencia de vida religiosa. Este hombre se llamaba Félix Calle y siempre he recordado con agradecimiento el mensaje clarificador que me dejó en el curso de aquella entrevista.

A pesar de las deficiencias pedagógicas que por aquellas calendas estaban en vigor en la casa de noviciado, el balance final fue positivo y no dudé en
comprometerme formalmente con la Orden Dominicana por dos años, siguiendo la normativa canónica en vigor, antes de hacer la opción de vida de una forma definitiva. Durante aquel año conocí más a fondo la entraña de la Orden de Predicadores como proyecto de vida y las imperfecciones y debilidades de las personas me parecían meras anécdotas para contar. Ese proyecto de vida estaba sabiamente diseñado en las Constituciones que yo leía y escudriñaba con placer en lengua latina sin olvidar el testimonio histórico de hombres y mujeres pertenecientes a la Orden Dominicana que a lo largo de la historia contribuyeron a lo mejor y más noble de cuanto existe en la civilización occidental. Domingo de Guzmán, Alberto Magno, Tomás de Aquino y una legión de misioneros y mártires que por amor dejaron el pellejo predicando el Evangelio de Cristo era todo un patrimonio de humanidad que estaba en mis manos y valía la pena hacer cualquier sacrificio para no perderlo. Esto es lo positivo y decisivo que quedó en mí de aquel año experimental en Ocaña quedando todo lo demás reducido al capítulo de las anécdotas, graciosas unas y prosaicas otras. 
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