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#1 PROFESIONES publicado el 06/12/2021 a las 09:17
El primer salto en el vacío, aunque, todo hay que decirlo, la red era muy tupida, la hicimos sin que lo consideráramos una gesta, cualquier día de agosto de 1974. Se llamaba profesión simple, por limitada en el tiempo, caducaba a los tres años, si bien condensaba todos los condimentos de una salsa perfectamente aderezada en los solemnes vocablos de la obediencia, la pobreza y la castidad.

Para los que sobrevivimos al año devocional y, aparentemente, santificante del noviciado, aquello de “¿Queréis guardar castidad por el reino de los cielos, aceptar voluntariamente la pobreza y prometer obediencia, para seguir así a Cristo con mayor perfección?” sonaba excelso, aunque de las implicaciones del fogoso compromiso no éramos apenas conscientes.

Las excusas a nuestra inconsciencia podían fácilmente encontrarse en nuestra juventud, rondando los dieciocho, en que habíamos habitado desde los once años una especie de mezcladora de cemento –una tolva donde habíamos ido arrojando nuestras ilusiones más ingenuas, nuestros primeros ardores de adolescentes salpimentados con la rigurosidad impuesta en el internado y su trasnochada formación académica-, y aquel 18 del 8 de 1974 era el momento de abrir la espita para forjar los endulzados cimientos de nuestro sólido, aunque todavía futurible, lar espiritual.

El año de noviciado había sido un intrascendente, a la vez que artificial, fogueo en las artes de la espiritualidad más llamativas y, al mismo tiempo, más frágiles y fugaces. Mucha Teresita del Niño Jesús y sus piadosas devociones misioneras, tintadas de un perfume masoquista; mucho Maestro General heroico en su denodada batalla contra albigenses, cátaros y otras especies de mal vivir; demasiado ritual insustancial en el cumplimiento de horarios, asistencia fervorosa a misas, novenas y rosarios de la aurora.

Pero ni siquiera la mínima banal discusión, mucho menos formal, sobre las consecuencias radicales de la obediencia, sus consecuencias liberticidas y sus ramificaciones hasta el lecho de muerte. La pobreza, por otra parte, era un pequeño juego de adolescentes tardíos en nuestras conversaciones recreacionales. Después de todo, uno por uno éramos vástagos de las castas sociales más humildes de Castilla. A mucha honra, sí, el haber acarreado la mies hasta la era bajo el rudo sol de agosto, o haber pastoreado las ovejas por los oteros ajados.

Pero en realidad, aunque nunca pretendiéramos disponer de riquezas en el siglo, con las que teníamos en el claustro nos podíamos considerar más que ahítos. Los garbanzos siempre puntuales en la mesa, acompañados de excelente vino blanco manchego, imperdonable la hora de la siesta, y recitado urgente de alguna plegaria vespertina cuando se disputaba algún partido del siglo en la tele de la comunidad de padres. Loor al 0-5 del Madrid-Barsa. La alimentación material, por lo tanto, corría en paralelo a la espiritual. Sin que ni una ni la otra nos quitara el hipo. Hacíamos lo que nos decían hacer y santas pascuas, o santas navidades, o santos padres mártires del delta del Mekong. Seguíamos siendo pobres, pero con toda seguridad, menos que en nuestras aldeas mesetarias.

La castidad, ay, la castidad, a guardar por el reino de los cielos. Mientras la obediencia y la pobreza aparecían siempre como elementos externos y adyacentes, fuera que el padre prior te cantaba las cuarenta por llegar con retraso a maitines o la herencia paternal abandonada mediante carta manuscrita firmada y fechada, la castidad, por el contrario, era no sólo un asunto muy personal e íntimo, ítem más, un aspecto divergente de nuestra propia corporeidad post adolescente. Era una época de remilgos inimaginables, tanto para hablar de los componentes más emocionales que la guarda de la susodicha representaba, como de su represión en las vertientes más banales.

El único seno que habíamos visto eran los de Santa Águeda, cuyos miembros habían sido entregados en santo martirio (“Águeda que no quisiste a los dioses adorar, en prueba de tu constancia las tetas te han de cortar”). De ahí para abajo nada. Como mucho, algún escarceo, más infantil que adolescente el último año de Ávila. Y esos sólo para algunos privilegiados, o desdichados, depende de la perspectiva, que abandonaron el internado para instalarse en un piso de la procelosa y, supuestamente, pecaminosa vida de la Cuesta de Santo Tomás, según se bajaba de la Plaza Santa Teresa.

La gran mayoría y deduzco que para todos los que un año antes nos habíamos fotografiado de manera inolvidable bajo la vieja olma del patio, en nuestro inmaculado y resplandeciente escapulario, éramos vírgenes y castos como recién nacidos. Y así seguimos el año de noviciado. A nadie se nos pasaba por la cabeza el poder discutir con el P. Maestro, nuestro inefable Jesús Santos, si la castidad implicaba una pérdida irremediable de nuestras cualidades humanas, o si, analizándolo en su vertiente positiva, la sublimación insoslayable para llegar a los desposorios místicos, cualesquiera que eso significase, era el dulce umbral del séptimo cielo.

Como decían los ascetas y daban a entender, subliminalmente, claro, algunos de nuestros profesores. Sugerían, porque el vocabulario en la materia era extremadamente arcano e insinuante. Así que, como se supone decían los manuales preconciliares, cuando las tentaciones acuciaban, fueran mentales –éstas eran fácilmente desechables puesto que eran ficticias, ya que no teníamos ninguna referencia en el pasado, ni gráfica, ni visual, ni “na de naaa”- o física, ¡ay, los dieciocho años!, aunque ignorantes, desconociéramos los orígenes emocionales de la erección, ésta se solía disolver en la frescura de la ducha con agua fría. O “pellízcate fuerte, en el muslo, para que la obsesión se aleje”, aconsejaban algunos piadosos confesores.

En realidad, era un remedio de vieja. Ni siquiera los buenos consejos del director espiritual, ni los aguerridos ánimos que te transmitía el confesor, supuestamente avezado en este tipo de embaucamientos del maligno, podían poner puertas al campo. Hasta tres meses, todo un récord, llegué a resistirme a las incitaciones de mi flaqueza. ¡Cuántas duchas y cuántos pellizcos! En realidad, todos aquellos esfuerzos eran infantiles, nimios y cuasi ficticios frente a la cruda realidad que en los años venideros nos sobrevendría en la materia.

Y como nadie hablaba con la mínima transparencia –más bien, no se hablaba nada- de la sexualidad, como ocurre con los adolescentes, al final uno mismo terminaba por buscar y encontrar sus ocasiones de pecado, su perdón y su penitencia. En pocas palabras, llegamos a la profesión simple siendo extremadamente obedientes, supinamente pobres, pero escasamente castos. La condición humana. “Concede, Señor, a estos hermanos nuestros, a quienes has inspirado el propósito de seguir a Cristo, terminar felizmente el camino comenzado, para que puedan ofrecerte el don del perfecto estado religioso”.

Así sea, aunque así no fue. El siguiente salto en el vacío fue la profesión solemne. Madrid. Tres años después. La red seguía en su sitio. Las cabriolas que durante tres años hicimos sobre el fino alambre de los tres votos no habían hecho sino confirmar que aquello era coser y cantar. Si desde la profesión simple no habíamos echado de menos, al menos no de forma insoportable, nuestra libertad, nuestra riqueza, ni nuestra sexualidad, el que ahora juráramos con rituales idénticos o similares, no hacía sino ahondar en nuestro convencimiento de que el nudo gordiano de los votos solemnes, de por vida, era un obstáculo perfectamente salvable para acceder a la integración plena en la comunidad religiosa, la de los padres con voz y votos, en este caso, de tomas de decisión colectivas.

Una vez instalados en esos sediales, resultaría muy complicado que nos sacaran la tarjeta roja. Pasado el umbral de la profesión solemne, el camino hacia delante era irreversible. El canuto de la hormigonera nos había arrojado de por vida en un patio muy particular. Pese a que habían pasado tres años, se supone que, con la madurez en aumento imparable, los conceptos de los tres votos seguían siendo meras entelequias mentales, pura abstracción intelectual como la metafísica de las esencias o el problema de los universales.

El silencio radio sobre implicaciones, consecuencias y adyacentes de nuestro compromiso de por vida seguía a pleno rendimiento y eso que ahora nos habíamos convertido en universitarios de pleno derecho. Pero nuestras inquietudes eran otras y las de nuestros profesores también. Si acaso, algo del asunto aprendimos en las magníficas clases de psicología experimental. ¿Cómo pasar seis meses hablando de Freud y no mencionar el sexo? Pero la solución seguía siendo la misma, o acaso es que no hay otra: la ducha fría o pecar con dignidad, confesarse con sinceridad, arrepentirse con rigurosidad y hasta la próxima padre prior.

Llegó por fin el momento de la verdad, circa 1981, el de la profesión sacerdotal, si podemos llamar así a la ordenación presbiteral. Todo aquel maremágnum de los votos seguía envuelto en una inmensa nebulosa. Las reflexiones sobre los mismos seguían siendo pura teoría, maquinaciones mentales resueltas en media hora de meditación delante del Santísimo. La suerte estaba echada con el paso por la profesión solemne celebrada un par de años antes. Aunque la ordenación perseguía otros propósitos teologales y, realmente, no tenía nada que ver con nuestro triple juramento previo, era como la guinda encima de nuestra tarta de la candidez, mayormente conocida como insensatez.

Así que una semana antes de que el señor obispo pidiera al Padre Todopoderoso que me confiriera la dignidad del presbiterado y recibiera el sacerdocio de segundo grado yo me encontré con el dilema que con tanto ahínco había evitado: decidir si era la divina providencia o el azar quien gobernaba mi vida. Demasiado tarde llegó la hora de las cavilaciones. Ya estaba de lleno metido en aquel torbellino y no era hora de volver a coger la mancera del arado y echar la vista atrás. A lo hecho, pecho, es decir, votos y “pa’lante”.

No es de extrañar que por la mañana, al salir de la meditación de laudes escribiera cosas como ésta:

“Dime si andar del fuego a la sombra
es camino que tú abres en mi corazón,
o más bien la duda incierta, de mi búsqueda cierta.
No sé cuál es el límite entre tu llamada y mi respuesta,
ni cual la frontera entre tu voz y mi eco.
Se pierde la silueta fina de Tu Palabra
En el abigarrado orden de lo ya establecido”

Durante la hora de la siesta, mientras resistía abyectas tentaciones, paseando bajo los almendros en flor, esto:

“No quiero andar sobre sueños de escarcha,
recobrando cada instante tu piel blanca, vestida de miel y luna.
Temblabas como una gota de sangre a punto de estallar.
Sobre el césped de la vida, buscábamos incendiar el mañana y el camino de retorno.
Hoguera en la clara madrugada,
células deslizándose por tu cuerpo y por mi alma”.

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