Cookies en antiguosalumnosdar.com

Esta web utiliza cookies. Si sigues navegando, se entiende que acepta las condiciones de uso.

Más información Cerrar

#1 IN DIEBUS ILLIS (I), Amable Álvarez publicado el 13/02/2021 a las 07:20
A mí me sucede que cuando tengo que recular décadas para rescatar vivencias tan remotas, suelo encontrármela nítidas pero desprovistas de paisaje o con este difuminado o totalmente diluido; desnudas, las más de las veces.

Este relato, un compendio de anécdotas, como el reclamo de algunas novelas y películas, está basado en hechos reales o percibidos por mí como tales. Y aunque soy fiel a lo que mi memoria retiene sobre ellos, me permito fabular con lo accesorio, cuando lo he olvidado, con la intención de hacerlo atractivo para quienes quieran compartirlo conmigo. Si valiera el símil de la ensalada, mi aportación a la anécdota sería el aliño para intentar hacerla apetitosa y digerible: el salero, sin abusar, para el toque gracia; el chorro generoso de aceite para ligar todos los elementos; y si gusta, a mí sí, unas gotitas de vinagre, el más suave y neutro posible, para evitar el exceso de acidez y no enmascarar el sabor de los ingredientes principales.

Antes de entrar propiamente en materia, me permitiré un salto cronológico en el anecdotario.

Durante los años 60 se crearon dos grupos musicales en San Pedro Mártir: uno, de cuyo nombre no puedo acordarme porque no lo tenía (y así, amigos, no se puede pretender pasar a la Historia), formado por Vicente Olmos, Hilario Pastor y Luis R. Peñamil, muy buenos músicos, que se acompañaban de guitarras; el otro, dos patas pa’ un banco por duplicado ejemplar, lo componíamos cuatro chirigoteros (Ángel Cabezón, Ceferino Puebla, Nicasio Marcos y quien escribe) con ganas de pasárnoslo bien adaptando letras de canciones conocidas, y acompañados de un instrumento casero al que llamamos el syllabus, un humilde papel cebolla que, aplicado a los labios, pretendía conseguir el sonido de una trompeta. El mayor éxito del grupo, insuficiente para pasar a la posteridad, fue su nombre, Los Doris, por una amiga llamada Dori que al parecer hacía tilín a uno de los nuestros, y a la que conocimos durante las vacaciones del verano anterior trabajando en Barcelona, la ciudad del pecado, según uno de los profesores de teología. Nuestro paso por la música fue tan efímero y dejó tan poca huella, que incluso alguno de sus miembros no es consciente de haber formado parte del mismo.

Pues bien, Los Doris, para agasajar al P. Martín Díez en uno de sus aniversarios, adaptamos la letra del Corrido de la muerte de Emiliano Zapata, de Pedro Infante, que empezábamos así: Escucheen señorees un gran sucedido / Se lo vamos aaa contaar… Pa-pa-ra-ba-ra-baaá (era yo, que entraba trompeteando con el syllabus).

Igual que disfruté adaptando letras para los Doris y escribiendo en las Revistas Antorcha, Fogonazo y Guzmania, también lo he hecho redactando este anecdotario, que a su vez me ha ayudado a evadirme, siquiera momentáneamente, del runrún incesante de la pandemia. Asimismo, me ha reconectado con amigos de entonces, algunos tan lejanos en el tiempo como cercanos en el recuerdo, que me han sacado de dudas con sus aportaciones. Gracias a todos ellos, en especial al P. Virgilio Díez, mi connovicio.

Hoy el corrido, para presentarlo en este foro empezaría así: Leed, si apetece, estos sucedidos que vamos a relatar. (Aclaro que cuando la referencia a algún colega no es laudatoria y presumo que pueda molestarlo, omito su identidad o esta aparece falseada y en cursiva, procurando no dar pistas. Quien conozca la anécdota sabrá identificarlo. Los nombres de los religiosos sí son reales)

ARCAS REALES. POSTULANTADO (1957-1962)

DOS EPÍSTOLAS

Aunque sí salió de nuestro puño y letra, nuestra primera carta, aquel septiembre de 1957, no fue espontánea. Apenas apeados del autocar que nos trasladó desde la estación Campo Grande de Valladolid a las Arcas Reales, y una vez asignados dormitorio, cama y armario, y dividido el curso en tres secciones de unos 50 alumnos, nos condujeron a un aula en cuyo encerado se había escrito el modelo que debíamos copiar literalmente, y que rezaba, mutatis mutandis, así:

Queridos padres y hermanos: Me alegro que al recibo de ésta, os encontréis bien de salud, yo bien gracias a Dios. El viaje ha sido estupendo, los Padres se portan muy bien con nosotros y el colegio es grande y muy bonito. Escribidme cada quince días, y no os preocupéis por mí, porque estoy muy bien. Recuerdos a tíos, primos y demás familia, y vosotros recibid besos y abrazos de vuestro hijo y hermano que os quiere y no os olvida en sus oraciones. Arcas Reales a tantos de tantos de 1957.


A partir de entonces las cartas las entregábamos abiertas, y abiertas recibíamos las de nuestra familia, lo que indirecta e inevitablemente provocaba la autocensura de ambos. En los primeros cursos no lo recuerdo, pero a partir de tercero, en el refectorio, el prefecto de disciplina, sin pudor alguno, husmeaba en la correspondencia familiar delante de nuestras narices, con las lentes en la punta de la suya, antes de distribuirla. Y no lo considerábamos anormal, al menos yo, porque, a ver quién era el listo que sabía entonces –quizás tampoco nuestros preceptores- que el secreto de la correspondencia era un derecho fundamental reconocido por la ONU desde 1948. Y en caso de que lo supieran, es inimaginable que en aquella época alguien les pidiera cuentas.

También solíamos cartearnos entre nosotros durante las vacaciones. Y esta me quedó grabada: Querido amigo: Me alegro que al recibo de ésta te encuentres bien de salud, yo bien G.A.D. He tardado tanto en escribirte porque he esperado a que pasaran las fiestas para tener más cosas que contarte. Te diré que lo pasé muy bien con mis amigos. Y sin más, se despide tu amigo que lo es, Toño. Sabero a tantos de tantos de tantos.

No se puede pedir más. Cumple, si no somos tiquismiquis con la coherencia, todos los requisitos de una buena redacción: claridad, precisión, sencillez y concisión.

LA CHOPERA DE COSGAYA

El poeta José Martí dejó dicho que hay tres cosas que toda persona debería realizar durante su vida: escribir un libro, tener un hijo y plantar un árbol. No me consta que el P. Cosgaya llegara a conseguir (o a intentar) las dos primeras, pero sí la tercera. Y a lo grande. Porque no le pareció suficiente un árbol y decidió plantar, o más bien que le plantáramos, una arboleda, una chopera entre los campos de deporte del pabellón de los menores y el teatro. Y fue bautizada, cómo si no, como La chopera de Cosgaya. Es sabido que el chopo es un árbol frágil y quebradizo, y más aún si se trata de una ramita de nada recién plantada, como fue el caso. Y el P. Cosgaya, orgulloso de su creación, tuvo un gran disgusto y cabreo, cuando, reculando yo para coger una pelota que alguien había bateado, caí sobre uno de sus proyectos partiéndolo en dos. Supongo que con la intención de que otro le hiciera el trabajo sucio, no se le ocurre otra cosa que mandarme al P. Alberto. ¡Ay madre mía! Conocedor, entonces solo de oídas, de los métodos expeditivos del prefecto, ¡qué canguelo, qué temblor de piernas y qué crujir intestinal durante aquella eternidad hacia el pabellón de los mayores!

Lo encontré sentado en un banco, con un libro entre las manos, la mirada fija y escrutadora en lo que él llamaba el almorrón, un promontorio de tierra en cuyo lado soleado nos guarecíamos del frío, del viento y de la arena que volaba desde los pinares cercanos y nos azotaba, implacable, la cara. Me acerco, tembloroso. Buenas tardes, padre Alberto. ¿Da su permiso? Y él Siéntese, quién le manda y por qué. Le digo que el P. Cosgaya y que, no a cosa hecha, sino fortuitamente, ha pasado tal. Se levanta, los brazos en jarras y los pulgares entre la túnica y el cinto del que colgaba un rosario de quince misterios, como el que después me regaló en quinto curso mi Compañero de Año, el P. Luis Díaz. Lo va a sacar y me va a moler a cintazos con el rosario y todo, pensé, temeroso de hacérmelo encima. Por suerte para mí ni él ni yo hicimos tal cosa, pero cuando vi la manaza abierta de aquel hombretón bajando hacia mí, me ovillé cuanto pude en el banco, protegiendo la cabeza con manos y brazos a la espera de lo inevitable. Y llegó. Me ordenó quitar las manos de la cabeza, sus dedos enmarañaron torpemente mi pelo, y… aleluya ¡Váyase! Por suerte para usted hoy no es mi día. ¿Y no ve que está lloviendo? Lárguese a su pabellón antes de que me arrepienta y lo mande yo de una patada en el culo.

El culo lo perdí yo con la vejiga a punto de reventar. La tormenta arreciaba y provocó la desbandada hacia las galerías de los pabellones. Me acerqué al proyecto de chopo que había truncado y del que ya no quedaba ni rastro, y aprovechando que el campo había quedado totalmente despejado, alivié mi vejiga en el alcorque vacío. En él acabarían sumidas también la tensión, la impotencia y la rabia acumuladas cuando la lluvia cesara.

Y saqué la conclusión de que no es cierto que siempre acabe mal lo que empieza mal. A veces acaba regular.

ORATE PRO VOBIS

El examen de música del P. Félix Gil consistía en el solfeo, por parejas, de una pieza del canto gregoriano de libre elección. Carlos Alejos y menda, quizás porque nadie nos quería de compañeros (Carlos era un excelente estudiante, pero a ninguno de los dos nos sobraba el talento musical), decidimos formar un tándem.

Adolescentes intrépidos, con ganas de demostrar nuestra valía, no elegimos una pieza facilona, no, y los expertos saben de qué hablo: nos atrevimos, nada más y nada menos que con las letanías de los santos. No obstante, previsores, y por si la cosa se torcía, tuvimos la precaución y la picardía de asegurarnos una salida en caso de emergencia.

Y empezó Alejos: do- do re- la - la (Sancte Michael)
Repliqué: la-sol la si-si (ora pro nobis).

Y Alejos: do –do do- do do-do do do-re – si-si (Omnes sancti angeli et archangeli).

Y yo: si-si-sol la si- si (orate pro nobis).

Nuestros compañeros ya empezaron a reír sin disimulo y aunque vimos al padre Gil, mosqueado, revolverse en el asiento, nosotros a lo nuestro.

Otra vez yo: do – do re- la (Sancte Petre).

Y él: la-sol la si-si (ora pro nobis)

Y yo: do –do do- do do-do-do re -si-si (Omnes sancti discipuli Domini).

Ahora él: si-si-sol la si- si (orate pro nobis).

Cuando saltamos a los Santos Inocentes, el P. Félix ya no pudo contenerse, se levantó, alzó los brazos y soltó un ¡Basta yaaaa! que hizo temblar el misterio. ¡Se trata de cantar las notas, no de dar la nota! –gritó.  Y amenazando con el índice de aquella mano de cuatro dedos, nos señaló la puerta.

Sin arredrarnos, intercambiamos una mirada de complicidad y pusimos en práctica la estrategia convenida, quién dijo miedo, para entonar a dúo, ahora sin solfear y con voz suplicante Paateer Feelix… miseeerere noobis.

Su desconcierto fue tal que le cambió el semblante para bien y, rápido de reflejos, entonó solemnemente, como lo saben hacer los directores de coral: Amabilis et Carolus… oraate pro voobis.

Por la media sonrisa que infructuosamente intentaba disimular, intuimos que la cosa no tendría consecuencias. Y no las tuvo. De hecho, repasando las notas, a partir del noviciado oscilan entre el 5 (un mal día lo tiene cualquiera), y el 8 (uno bueno, también).

COSAS DE VARITO

Por más fantasiosas que las cosas puedan parecer, las personas que se las creen a pies juntillas, creen que, contándolas, también se las creerán los demás. Como muestra, la trola que nos quería colar uno de Carrión de los Condes que afirmaba que en la población tenían una mina de chocolate. O las de Álvaro, Varito, de un pueblo de los Montes de Léon, en el que, decía, tenían un burro incorrupto. Y porfiaba, convencido, por convencer a los demás de que las truchas del Esla salían a pacer a los prados a la luz de la luna.Ensimismado, era de natural bonachón y paciente, pero un día le pareció que un colega se pasaba de la raya con sus guasas, se le hincharon las narices, y de un puñetazo preciso se las hinchó al burlón. Le quedaron de lo más cómicas, y las chanzas, esta vez, cambiaron de bando.

También era curioso y mostraba un interés por lo que ocurría en el mundo. Un día del verano de 1961, poco antes de ingresar en el noviciado, fuimos al dentista, él como paciente y yo, creo, como acompañante. Salió el pobre medio aturdido, tapándose con la mano el flemón recién estrenado, y quiso entrar en una tienda. Se dirigió al dependiente, balbuceante: ¿Tienen un diccionario de inglés? Y este, que mostró ser un cachondo, nos vaciló tal que así: Los diccionarios de inglés y el fish nos llegan de la lonja de la Coruña todos los días menos los mondays, y hoy, chavalines, es monday. Y nos señaló amablemente, la librería de enfrente. Fue al salir cuando nos percatamos del rótulo del establecimiento: FERRETERÍA PUCELA.

Sus ahorros no alcanzaron para el diccionario, pero algo atrajo su curiosidad en la portada del ABC y compró un ejemplar. Cuando Fray Ortega nos recogió con la furgoneta y le contamos lo sucedido en la ferretería, el hombre se descojonaba, con perdón.

Enfiló hacia el colegio, dejando el Cerro San Cristóbal a nuestra izquierda, el punto más alto de la ciudad. Allí solíamos ir de paseo y recogíamos minerales para analizarlos con el P. Jesús Santos en las clases de Ciencias Naturales. Observé una construcción mastodóntica en la cima y le hice una indicación a Varito en aquella dirección. Sin articular palabra a causa del flemón y la anestesia, me mostró la portada del ABC regional, que daba la noticia: el día anterior se había inaugurado un monumento en honor de Onésimo Redondo, coronado con el yugo y las flechas. En las alturas donde las ciudades suelen construir templos expiatorios, ermitas, castillos, torres de vigilancia o erigen monumentos al Cristo Redentor, las autoridades franquistas homenajeaban a un falangista con motivo del vigésimo quinto aniversario de su muerte.

Veinte años después se acuñó por primera vez en la prensa el término Fachadolid. En el 2016, año 39 de nuestra democracia, - correr cuesta mucho con el freno de mano echado- la mole fue trasladada al Centro Documental de la Memoria Histórica, en Salamanca. ¿Memoria Histórica? ¿Mande? Los que mantienen en 2021 Quintanilla de Onésimo en la toponimia no se dan por aludidos.

Y después de leer y releer el ABC, Varito empezó a utilizarlo como moneda de cambio: Si me das una cucharada de Cola-Cao te dejo el ABC. O Si no me dejáis jugar con vosotros no os dejo el ABC. Todas de este tenor.

No sé si la lectura del ABC era aliciente suficiente para aceptar el chantaje. Creo que no.

---------------
Nota: Primera parte de dos en Arcas Reales (Continuará)
Para poder participar tienes que iniciar sesión. Si todavia no tienes una cuenta puedes registrarte.

admin

Head-Admin

Opciones del hilo:

Seguir hilo Ignorar hilo Añadir hilo a favoritos

Debates activos

Activos
Condiciones de uso / Información legal / Contactar 2015 ©

Iniciar sesión

¿Todavia no tienes una cuenta? ¡Regístrate!