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#1 COMIDAS, por Rufino García Álvarez publicado el 01/03/2020 a las 06:46
Nunca he llegado a comprender por qué nos hacían pasar tanta hambre en el Colegio. He pensado muchas veces en lo que pagábamos de mensualidad y las subvenciones que recibirían por la enseñanza desde el Gobierno y no me cuadran las cuentas para que nos hicieran pasar más hambre que en la Academia del Dómine Cabra.

Una de dos, o era para ahorrar y tener ellos más recursos o lo utilizaban como medio de disciplina y penitencia. Ambas soluciones o tesis me parecen deleznables y fuera de lugar. En una época en la que estábamos desarrollando nuestro cuerpo no parece lógico que nos castigaran de esa manera, aunque el entorno político de nuestra España era muy necesitado, ya habían pasado los años de la gran hambruna de la post-guerra civil. En fin, que sigo sin comprender el asunto y eso me parece que tenía mucha miga y poco pan. Creo que no supondría un esfuerzo económico muy grande el añadir unas gotitas de aceite a los guisos, sopas, unos centímetros al trocito misérrimo de pan y algunas patatas y otros comestibles básicos que eran y son de precios módicos. En fin, pasemos a describir algunos detalles de tema comidas.

El comedor de los colegios y conventos recibe el nombre de refectorio ( del latín refectus, refresco). Es una sala rectangular con las mesas distribuidas a lo largo de los lados más largos del rectángulo. En nuestro Colegio había también una mesa en la pared que daba a las puertas del Ofice o cocina, en la que se sentaban los alumnos mayores y también había una serie de mesas en el centro del refectorio que eran el lugar de castigo donde se sentaban los alumnos que eran penalizados por un comportamiento indebido, a criterio del Prefecto de Disciplina.

Se hacían tres comidas en el refectorio: desayuno, comida y cena. La merienda se solía repartir en las galerías con cestos de mimbres y solía consistir en un pedazo (trocito, más bien) de pan con una onza de chocolate, un poco de membrillo, algo de queso, etc. según los días.

El desayuno se hacía a primera hora, entre ocho y media y nueve de la mañana. Había que formar en fila antes de entrar en el refectorio y entrar en silencio y en formación. A veces nos hacían esperar a la puerta del refectorio en un callejón con unas corrientes de aire tremendas que nos hacían tiritar en invierno. Era un martirio. Como antesala del refectorio propiamente dicho había un pequeño vestíbulo con puertas batientes y ojos de buey que cerraban el acceso al refectorio. A esta sala la denominábamos el ring. Sobre todo el P. Alberto tenía la costumbre de sacar a los alumnos que había quebrantado la disciplina a esta sala y hacerle un interrogatorio para dilucidar “su verdad”. Los interrogatorios tenían los mismos caracteres que las películas de los policías corruptos. Siempre había palos. Daba igual que el reo confesase que negase la fechoría. Los tortazos, puñetazos y el cinturón del P. Alberto se veían fugazmente por los ojos de buey y de vez en cuando gritos, susurros y alaridos en función del acierto o no con la diana a castigar.

El resto de alumnos estábamos callados, mirando al plato y con el temor de que nuestro nombre sonase como el siguiente en el “cara a cara” con el púgil del ring. La siguiente fase después del pugilato era el traslado del alumno desde su sitio hasta un nuevo lugar en la mesa del medio, si es que no tenía ya allí su lugar habitual. La duración de esta plaza en la mesa del medio dependía de la gravedad de la falta, de la úlcera del P. Alberto o de la proximidad de alguna festividad que generaba un indulto general. A veces, si la ocupación era muy abundante eras rescatado por el castigo de otro.

El Desayuno
A casi todas las actividades teníamos que ir en fila, por lo que era necesario formar antes de iniciar las mismas. Ello conllevaba unos tiempos de demora hasta que todo el mundo estaba en su lugar. Para ir al comedor o refectorio había que formar en la galería antes del pasillo de entrada al comedor. Ese pasillo era al aire libre y en invierno era un cuchillo infernal. Entrábamos al comedor con la carne de gallina. Sospecho que intentaban que nos menguara el apetito al encogérsenos todo el cuerpo.

El desayuno era muy temprano, después de la misa y comunión. Consistía en un tazón de leche con cacao… o no sé qué polvo marrón que le echaban a la leche. Éramos servidos por los mayores de los cursos con unos jarros enormes de latón, una especie de gran regadera pero sin la alcachofa. Iban pasando por las mesas rellenando el tazón. A veces procurabas darle un golpecito para que se derramase algo en el plato. Después procurabas añadirlo al tazón sin que te viese el fraile para poder echarte algo más al coleto. Esto iba acompañado por un trozo de pan. Algunos privilegiados podían añadirle, de sus provisiones, alguna cucharadita de cola-cao y acompañarlo con galletas u otras golosinas, pero la gran mayoría nos teníamos que contentar con ese tazón hasta la hora de comer…

La comida
Los servidores de la comida en el refectorio eran alumnos de los cursos mayores que hacían ese trabajo durante una semana. A la semana siguiente eran sustituidos por otros. Tenían la ventaja de no tener la vigilancia del P. Alberto y podían dejar de comer lo que no les gustaba y repetir de algo de lo que quedaba en la cocina. Las monjas de la cocina eran más benevolentes en este tema con los servidores.

Las monjas y algunas chicas que prestaban servicio en la cocina sacaban los platos en unos carros con tres pisos donde estaban colocadas las viandas que ya se habían emplatado desde la cocina. Estos iban circulando y sirviendo las mesas de los alumnos y posteriormente pasaban los mismos carros para recoger las sobras y los platos, cubiertos y vasos.

Durante las comidas había que permanecer en silencio excepto los días que el P. Alberto rompía la norma por ser una fiesta especial. Entonces nos dejaba hablar. Durante la comida y la cena había un lector que nos leía libros, sobre todo hagiográficos, alguna revista religiosa y algún trozo de periódico con noticias debidamente señaladas y censuradas, sobre todo del Ya. Los lectores eran cambiados, a propuesta del P. Alberto, diaria o semanalmente, según los criterios que él tuviese de la calidad del lector.

La cuestión del silencio tenía varias vertientes. Si dejasen hablar en un lugar cerrado a casi trescientos adolescentes al mismo tiempo, más los ruidos de los cubiertos, los golpes de los platos, los vasos de aluminio y las chirriantes ruedas de los carros, aquello sería un infierno de decibelios. La otra vertiente era la mordaza persistente y obsesiva de no poder decir ni una sola palabra. En cuanto vislumbrasen un susurro o palabra inmediatamente era castigado el alumno. Si no se descubría quién había hablado eran castigados varios del mismo banco desde donde se suponía que se había roto el silencio. Era un ambiente opresor. Además de delator. Algunos compañeros rápidamente señalaban al infractor.

El plato principal de la comida solía ser algo de legumbre o arroz simulando una paella. Las legumbres habituales en el cocido eran lentejas y garbanzos, sobre todo, pero trufadas de tal cantidad de piedras y trozos de paja que era un milagro no romperse algún diente. Guisar para tanta gente es un problema grave pero la forma en que lo cocinaban dejaba mucho que desear. Y digo desear porque ese era el verbo que más queríamos comprender: ¿Por qué había tantos elementos extraños en el plato y por qué no se veían apenas trozos de carne o algunos ojitos de aceite en los platos con caldo?.

Si alguna vez había judías o patatas con carne vale más que no te tocara algún hueso de la carne porque habías llenado el plato de hueso y no tenías más comida. Un día estaba delante de mí, César, en la fila, para recibir la ración desde el gran puchero desde el que se nos servía, cuando al poner su plato ve el cazo con un enorme hueso de tibia o peroné de alguna vaca, que instintivamente retiró el plato para evitar que le sirviesen semejante meteorito.

Casi con una sincronía perfecta se oyó el ruido del hueso rebotar contra el suelo y el cazo de servir contra la cabeza de César. Los gritos desaforados del Padre Alberto con los lamentos de César se mezclaron en una armonía no tan perfecta, pero la conclusión fue que César se quedó sin comer y se ganó un hermoso puesto en la mesa del medio, lo que implicaba no repetir en comida alguna salvo en las que por su mal sabor nadie quería repetir y sobraba.

El Padre Alberto vigilaba permanentemente a los alumnos mientras comían para mantener el silencio y para que se terminasen todo lo del plato. Ambas cuestiones eran castigadas con furor si no se cumplían. La gente intentaba desperdigar algunas cucharadas entre los platos para evitar dejar algo en el mismo y otros lo repartían subrepticiamente entre los compañeros si lo querían. Aquí también se desarrolló una picaresca como en todas las situaciones difíciles. Algunos compañeros eran muy malos comedores y tiquismiquis con las comidas y sobre todo con estas comidas de escasa calidad. La negociación para dejar que te echaran en tu plato parte de ella a cambio de cucharadas de cola-cao o el pan de la merienda, un sorbito de leche condensada…

Algunas veces la comida no estaba tan mala pero como conocíamos a estas personas melindrosas comenzábamos a hacer ascos y gestos desaprobatorios para desanimar al mal comedor.

- Esto no hay quien se lo coma. Hum, sabe y huele mal…¡ Qué asco!


Inmediatamente el compañero empezaba a remolonear y a intentar pasar su comida a otro a cambio de lo que fuese para no ser castigado por el P. Alberto.

- Bueno, está malísimo, pero hay que comerlo porque si no vamos a la mesa del medio. ¡¡¡ Qué remedio!!!

Nos zampábamos nuestra ración y parte o toda del compañero con la proporción de regalo añadido que hubiésemos negociado.Con el hambre que teníamos como para hacer asquitos al plato que nos presentaban. Yo tengo que reconocer que en el caso de las lentejas, que era una de mis legumbres favoritas, tuve problemas para comerlas cuando iba a casa. De hecho, mi madre siempre me preparaba un excelente plato con chorizo y morcilla el primer día que llegaba para disfrutar de las vacaciones. Era como un ritual.

Un año tuve la desgracia de encontrar una pequeña piedra y el desastre fue inmediato. Vómito y una gran temporada sin poder comer las lentejas.
Otro alimento que me costaba tragar, hambre incluido, era el arroz seco con cebada, trocitos de paja y algunos terrones…de tierra. Me costaba un potosí el poder acabar mi plato. Me daban arcadas.

El problema de estos desaguisados culinarios se debía a que descargaban directamente los sacos de legumbres en los peroles tal como venían del mercado. Entonces la recolección no era muy selectiva y aparecían muchos elementos del campo entre los granos y legumbres. El personal de cocina no tenía tiempo para escoger las legumbres para 500 alumnos. Iba todo a granel y el resultado era muy deficiente.

Pero sí que podían tener algo de delicadeza en otros ingredientes: las cabezas de ajo iban con todas las barbas de las raíces y algún terrón de tierra. Cuando te tocaba una cabeza de ajos ya casi no tenías más alimento en el plato. El aceite brillaba por su ausencia… Prácticamente no se veía en la condimentación de los alimentos. Y la ración de pan para acompañar la comida era también minúscula.

No obstante estas deficiencias había que comer con cierta rapidez por si se daba la ocasión de repetir. Había que estar listo para salir rápido de tu banco sin correr para que no te echasen para atrás pero no despacio para evitar que se acabase el condumio. En fin, una entelequia difícil de discernir. De postre nos ponían alguna manzana o alguna mandarina. No recuerdo si hubo alguna fruta de otro tipo.

La cena
Quizá una de las comidas del día más esperadas. No porque fuese excesivamente suculenta. Es que se hacía esperar muchísimo. Tanto por ser la última del día como por el tiempo que hacía que estábamos oliendo los fritos y cocidos desde la sala de estudio. Estábamos en una gran sala fría y desangelada, la denominábamos La Nevera. Hasta allí llegaban desde la cocina algunos olores de lo que se estaba cocinando y la imaginación nos hacía chiribitas….

Se solía cenar sopa o verdura y algún pescado frito o cocido, casi siempre chicharro o jurel. Algunas veces teníamos dos medios huevos cocidos con una especie de salsa verde. A veces teníamos tortilla de patata. Era una tortilla muy gruesa y bastante mazacote porque la cuajaban con huevos y mucha harina, pero que nos gustaba bastante porque aplacaba en gran medida nuestra hambre permanente.

Puede parecer muy reiterativo el tema del hambre pertinente, pero personalmente yo siempre tenía hambre. Pocas veces recuerdo estar satisfecho con comida alguna salvo que fuese complementada con alguna aportación de paquetes de casa, propios o de algún compañero.

Recuerdo una anécdota de una cena en que teníamos los huevos cocidos con la salsa verde y el P. Alberto indicó que se podía repetir. La velocidad de las piernas para salir del banco y correr hacia la fila de las grandes fuentes de aluminio donde estaban las viandas eran notables. Uno de los más rápidos fue mi amigo y compañero Chemi, que salió veloz. Todavía no había comido su ración del plato y cuando iba veloz con el plato en la mano para que le sirvieran más, el P. Alberto gritó:

Sin correr. ¡A quien vea correr le castigo sin repetir!

Chemi se paró en seco para disimular y no ser descubierto. Los huevos de su plato en la salsa resbaladiza no tuvieron la misma sincronía y por la fuerza de la inercia continuaron su camino durante un cierto trayecto hasta que su vuelo se estrelló en el suelo con una gran mancha pegajosa e informe.

Chemi se agachó rápidamente para recoger los medios huevos del suelo y colocarlos de nuevo en el plato. Pero la sombra del P. Alberto estaba detrás de él conminándole:

¡No se puede comer lo que se ha caído en el suelo. Además, por su gula, cuando aún tenía comida en el plato y quería aprovisionarse de más se queda sin repetir. A su sitio!

Padre, si no se han manchado. Están sobre la salsa. Sólo aprovecho los huevos….

A su sitio, le digo. ¡Eso es una falta gravísima de urbanidad!


Chemi miraba los huevos y al P. Alberto. Su cara era la imagen de una tragedia clásica. Ni su ración ni el poder repetir.Los demás lo mirábamos con una sonrisa por la situación tan chusca que había ocurrido, pero la verdad era que daba lástima ver la poemática cara de Chemi. Menos mal que no tuvo como complemento el pasar a la mesa del medio.

Una de las cenas que más me satisfacía era el chicharro frito. No le gustaba a mucha gente y yo aprovechaba para ayudarles a limpiar el plato para que no tuvieran castigo por no acabarlo. Conmigo colaboraba también gustosamente San Emeterio. Ese día nos dábamos un banquete.
Cuando este pescado lo hacía hervido con cebolla era un comistrajo incomible. Olía y sabía mal. Tenía un olor a podrido insoportable. Muchas veces lo teníamos que comer tapándonos la nariz.

Las sopas eran un divertimento de caza. Para encontrar algún ojo de aceite o alguna clase de pasta como fideos, estrellitas o cualquier otro elemento que pudiese darle algo de consistencia era una dura lucha contra aquel caldo que a fin de cuentas nos calentaba un poco el estómago. Puede parecer mentira pero yo he llegado a comer (es un decir) hasta 16 platos de sopa. Quiero decir de caldo. Como no quería repetir casi nadie por lo mala que era, sobraba y podíamos repetir los que teníamos menos escrúpulos para engullir cualquier cosa. Para acabar pronto el plato y estar disponible para poder repetir buscamos unos tubitos de plástico transparente que creo que los sacamos del laboratorio de química. Con ellos sorbíamos el caldo a modo de pajita y ganábamos mucho tiempo respecto a los que usaban la cuchara.

Con el tiempo también los utilizamos para trasegar otros alimentos como las lentejas y el arroz. En estos casos el experimento era también de carácter lúdico y estético. Nos gustaba ver las figuras que se veían a través del tubo de plástico. Parecían noches tormentosas. El color oscuro del caldo y de las lentejas con las burbujas de aire al ser sorbidas hacían unos efectos de calidoscopio fabulosos. También generaban ruidos cual tormentas verdaderas y no tardaron en ser descubiertas por el P. Alberto que nos requisó los instrumentos, nos favoreció con un calentamiento sin necesidad del caldo y nos situó geográficamente en el centro del refectorio. Es decir, en la mesa del medio.

-Ahora ya no tenéis problemas de tiempo para acabaros los platos puesto que tenéis todo el tiempo de la comida ya que no repetiréis.

Entre los premiados con este último castigo estábamos Balbás, Gil y yo. Supongo que alguno más. Recuerdo que al que pillaron en plan acción de absorción fue a Gil que era un poco inocente pero la requisa del material y el castigo fueron más extensos. Recuerdo una entrevista del poeta Luis Alegre al actor José Sacristán, sobre las penurias pasadas en la post-guerra con el hambre y comentó: "Desde entonces me ha quedado paladar de pobre y todo lo que como lo hago bueno”. Hago mía esta vivencia y lo asumo porque hay muy poquitas cosas que no me gusten a la hora de comer.


---------------- DE LA SERIE "DESMEMORIADAS MEMORIAS DOMINICANAS"

DESMEMORIADAS MEMORIAS DOMINICANAS (I)

DESMEMORIADAS MEMORIAS DOMINICANAS (II)

DESMEMORIADAS MEMORIAS DOMINICANAS (III)

DESMEMORIADAS MEMORIAS DOMINICANAS (IV) 

DESMEMORIADAS MEMORIAS DOMINICANAS (V)  

DESMEMORIADAS MEMORIAS DOMINICANAS (VI)

DESMEMORIADAS MEMORIAS DOMINICANAS (VII)

DESMEMORIADAS MEMORIAS DOMINICANAS (VIII)
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